Page 38 - El rostro de las letras
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ROMÁNTICOS Y LIBERALES 21
siempre mortificó “aquel escepticismo que le dominaba (a Larra) y que en sus labios, aquella sarcástica sonrisa nunca pudo echar de sí, y que yo procuraba en vano combatir con mis bromas festivas y mi halagüeña persuasiva”. Tampoco los paniaguados de la Ley y el Orden, se dejaron seducir por aquel joven talentudo que osaba em- bridar la religión con el freno de la tolerancia y la libertad de con- ciencia, oponiendo al secular yugo de la tradición y la costumbre la igualdad completa ante una ley que abriese “las puertas a los cargos públicos para los hombres todos, según su idoneidad y sin necesi- dad de otra aristocracia que la del talento, la virtud y el mérito”.
No era entonces España el escenario mejor para aquellos jóvenes letraheridos, indotados para la sumisión y la componenda, herma- nos del escepticismo, descreídos del progreso de una sociedad que nunca llegó a aceptarles y en la que nunca se sintieron a gusto. Na- die como Larra fustigó las costumbres de una nación convaleciente aún de los agravios de su historia. El propio Ferrer del Río, no dejó de reconocerle su categoría de gran literato, “que sabía dibujar los tipos con superior maestría”. Sólo la detonación que rompió el silencio invernal de Madrid desde un aposento de la casa en que habitaba el poeta, en la calle de Santa Clara, a las nueve de la noche del 13 de febrero de 1837, fue capaz de contenerle. Su suicidio, muerta ya en él definitivamente la esperanza –“mi corazón no es más que otro sepulcro”, escribió en El día de difuntos, en 1836–, estremeció a la ciudad. Su entierro fue un verdadero plebiscito, en el que resultó clamorosa la ausencia de próceres, regidores y curia- les que, para acallar sus conciencias, permitieron que su cadáver fuese enterrado en sagrado.
Se ha dicho que con Larra y Espronceda murió la primera genera- ción romántica, la de más talento y pureza, la compuesta por el du- que de Rivas, García Gutiérrez, Hartzenbusch, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Fernán Caballero, Bretón de los Herreros, Rosalía de Castro, Aurelio Aguirre, Martínez de la Rosa, Mesonero Roma- nos y Manuel Milá i Fontanals. Parecía predestinado el cementerio de la Puerta de Fuencarral para ser testigo del relevo entre ellos y los que habrían de seguirles, que se apresuraron a enterrar aquel cadáver de Larra, sombrío y macilento, que en polvo sucio dor- mirá mañana, con unos versos de ocasión. Y tampoco fue casual que aquellos versos los recitase José Zorrilla, que era entonces un
 José de Espronceda La cabeza de Espronceda rebosaba carác- ter y originalidad. Su cara páli- da estaba coronada por una ca- bellera negra, rizada y sedosa. Sus cejas negras, finas y rectas, doselaban sus ojos límpidos e inquietos; el perfil de su nariz no era muy correcto; su mirada era franca, y su risa, pronta y frecuente, no rompía jamás en descompuesta carcajada.
JOSÉ ZORRILLA
 Mariano José de Larra Indepen- diente siempre en mis opiniones, sin pertenecer a ningún partido de los que miserablemente nos dividen, no tuve nunca más ob- jeto que contribuir en lo poco que pudiese al bien de mi país. Para conseguirlo creí que no de- bía defender más que la verdad y la razón.
AUTORRETRATO



























































































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