Page 77 - Perú indígena y virreinal
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dedicados al Martirio de los franciscanos en el Japón (1630), obras excepcionales por la delicadeza de su factura y lo diáfano del colorido, animados por el realismo de las cabezas de los mártires, en las que asoman insólitos retratos de personajes contemporáneos.
Continuador de Pardo en el favor artístico de los franciscanos, Juan Espinosa de los Monteros (activo entre 1639-1669) es el maestro cusqueño más importante de mediados de siglo. En 1655 emprendió la enorme composición del Epílogo de la orden para el convento de San Francisco. Es una monumental composición apo- teósica, dedicada a exaltar la memoria de los miembros ilustres de esa orden, cuyo tratamiento tenebrista revela raíces sevillanas. Similares características ofrece otra tela alegórica en el mismo claustro, que representa La fuen- te de la gracia, presidida por la Inmaculada Concepción. Este tipo de obras contrasta con las que produjo Espi- nosa en sus años de madurez, cuando se hace eco del estilo amable, colorido y sentimental triunfante en Sevilla a partir del auge murillesco. Por esos años Espinosa trabajará la espléndida serie sobre la vida de santa Catalina de Siena (1669), para el monasterio del mismo nombre, valiéndose como punto de partida de las estampas gra- badas por J. Swelinck. A su peculiar calidez cromática, Espinosa añade el tema flamenco de las orlas de flores rodeando cada escena, motivo que será adoptado con entusiasmo por la pintura regional.
LA «ERA MOLLINEDO»
Aunque la producción artística cusqueña ya se había consolidado, recibirá un impulso todavía mayor durante el gobierno eclesiástico del obispo Manuel de Mollinedo y Angulo (1673-1699). Clérigo madrileño de vasta cultu- ra humanística, Mollinedo llevaba consigo una valiosa colección propia que comprendía obras de El Greco, Sebastián de Herrera Barnuevo, Juan Carreño de Miranda y otros pintores de la corte española. Al entrar en con- tacto con el efervescente medio artístico cusqueño, estas telas debieron constituir un poderoso estímulo tanto para los pintores «españoles», atentos en principio a las novedades estilísticas de la metrópoli, como para el emergente artesanado indígena de la ciudad.
En 1688 se produjeron graves conflictos entre ambos sectores. Con ocasión de las fiestas del Corpus Christi, los pintores españoles habían presentado un memorial ante el corregidor del Cusco para levantar ellos solos el arco efímero correspondiente a su gremio, excluyendo de hecho a los indígenas. En opinión de Mesa y Gisbert, esta situación en apariencia anecdótica tendría enorme trascendencia y señalaría, a la postre, el punto de partida para el momento más creativo de la escuela cusqueña de pintura.
Dos grandes maestros indígenas, favorecidos por el mecenazgo de Mollinedo, dominaron el panorama durante este último cuarto del siglo XVII: Diego Quispe Tito (1611-1681?) y Basilio de Santa Cruz Pumacallao (activo entre 1661-1700). Ambos constituyeron personalidades artísticas singulares, favorecidas por el mecenazgo de Molli- nedo, y sus maneras llegarían a imponerse con gran ventaja sobre los artistas «españoles» de su generación, anti- cipándose así al florecimiento de la pintura «mestiza». Procedentes de familias segundonas o empobrecidas de la aristocracia indígena, uno y otro parecen haberse valido del oficio para ganar el reconocimiento social o la fortuna que su origen no les podía procurar .
Quispe Tito solía añadir el apelativo de «inga» al firmar algunos de sus cuadros, pero es todavía un mis- terio su formación e incluso su trayectoria personal, que sólo puede seguirse a través de sus obras fechadas. Pudo ser oriundo de la parroquia de San Sebastián, templo que conserva lo más original de la pintura de Quis- pe, reconocible por su vivo colorido, pincelada ágil, y ese gusto por un paisajismo idealizado, en el que bosques y montañas de raíz flamenca se ven animados por una multitud de avecillas que, a menudo, parecen identificarse
[ 84 ] LUIS EDUARDO WUFFARDEN