Page 79 - Perú indígena y virreinal
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Dejando atrás el furor iconoclasta de las campañas extirpadoras de idolatrías, el siglo XVIII sería más tole- rante con las manifestaciones de la religiosidad indígena. Así pudieron difundirse motivos iconográficos tan sin- gulares como los arcángeles arcabuceros, ataviados con el mismo lujo que los custodios de las cortes contem- poráneas. Las elegantes actitudes de estos mensajeros divinos suelen corresponder a las diversas posiciones con las que se explicaba el manejo de las armas de fuego en ciertos tratados flamencos de arcabucería. Ante el espectador indígena, tales armas se asociaban con Illapa, el antiguo dios trueno, que había intervenido a favor de los españoles en el drama de Cajamarca.
Por su parte, los miembros de la nobleza nativa —presentes ya en la serie del Corpus— propiciaron un «renacimiento inca» manifiesto en el teatro, las artes decorativas y la pintura. Se hicieron frecuentes los retra- tos de curacas o ñustas en atavío incaico, o las series genealógicas de incas y coyas, enfatizando las insignias del poder incaico y los escudos nobiliarios obtenidos por la casta indígena fiel a la monarquía española. Esta irrupción de lo indígena suscitó diversas respuestas entre los grupos criollos y mestizos, la Iglesia e incluso la propia administración virreinal, desatando lo que Stastny describe como una «guerra iconográfica». Según todos los indicios, la lucha por el poder simbólico en los Andes estaba expresando las fisuras de una sociedad profundamente escindida y en vísperas de un gran estallido revolucionario.
TALLERES Y MAESTROS
Si bien lo más notable de esta producción fue la obra de pintores anónimos, la existencia de talleres contem- poráneos muy organizados a cargo de maestros indígenas se halla bastante documentada. Sus nombres alcan- zarían fama extendida al promediar el siglo XVIII, cuando suscribían grandes contratos con arrieros y comer- ciantes, para entregarles decenas de lienzos en pocos días con destino a otras ciudades. Pronto, el triunfo de la pintura cusqueña se haría notar incluso en la capital del virreinato. Ya en 1713, el viajero francés Amadée Frezier comentaba asombrado que la mayor parte de las casas de Lima ofrecían, por toda decoración, «una cantidad de malos cuadros, hechos por los indios del Cusco».
Entre los maestros de pintura convertidos en empresarios merece citarse Basilio Pacheco (activo entre 1738-1752), autor de la serie de la vida de san Agustín destinada al claustro agustino de Lima, y Mauricio Gar- cía, quien llegó a dirigir un gigantesco obrador en la década de 1750, que proveía los mercados del Alto Perú y el norte de Argentina. En los años siguientes, el prestigio de Marcos Zapata (activo entre 1748-1773) dominará en el arte cusqueño, gracias a la belleza dulcificada y convencional de sus representaciones marianas. En la cate- dral Zapata trabajó la serie de las letanías lauretanas (1755), basada en la Elogia Mariana de Thomas Scheffler (1732). Este uso de estampas nórdicas dieciochescas fue continuado por su seguidor Antonio Huillca o Vilca (activo entre 1778-1803), quien llevará los temas rococó de los hermanos Klauber a una interpretación tan deli- cada e ingenua como fantasiosa.
RESURGIMIENTO LIMEÑO
Siguiendo un camino opuesto, Lima vivirá en la segunda mitad del siglo XVIII un verdadero resurgimiento de su escuela de pintura bajo un signo marcadamente cosmopolita. Por entonces la ciudad se recuperaba con lentitud del devastador terremoto de 1746, inspirada por el nuevo espíritu ilustrado de la monarquía borbónica. Una de las principales consecuencias artísticas de ese proceso fue la actividad renovada de los pintores limeños, tras varias décadas de receso y decaimiento como consecuencia de las importaciones procedentes del Cusco.
Fig. 4 Anónimo cusqueño, Arcángel arcabucero, ca. 1690-1720, Lima, Museo Nacional de Antropología, Arqueología e Historia del Perú
Fig. 5 Cristóbal Lozano (atribuido),
Retrato de Josefa Isásaga Muxica, marquesa de Torre Tagle, ca. 1745, Lima, Palacio de Torre Tagle
[ 86 ] LUIS EDUARDO WUFFARDEN