Page 80 - Perú indígena y virreinal
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  La capital se benefició entonces del mecenazgo artístico ejercido por los virreyes Manso de Velasco y Amat, así como de un sector de la emergente aristocracia criolla. El representante emblemático de ese patronazgo civil fue el oidor limeño Pedro Bravo de Lagunas y Castilla, coleccionista y protector de las artes, quien poseía una vasta pina- coteca compuesta no sólo por obras españolas y flamencas —usuales hasta entonces—, sino además italianas, fran- cesas e inglesas. De este ambiente culto y europeizado surgirá la figura clave de Cristóbal Lozano (ca. 1705-1776), el maestro limeño más notable de su tiempo. Después de una etapa juvenil aún influida por la escuela cusqueña, Loza- no dará un giro dramático a su estilo en torno a 1740, al entrar en contacto con los modelos de la pintura española del Siglo de Oro y con los nuevos modelos dieciochescos.
Aunque el cargo de pintor de la corte virreinal sería ocupado más adelante por Cristóbal Aguilar (activo entre 1751-1771), contemporáneo y rival de Lozano, el estilo de este último fue continuado en gran medida por la siguiente generación de pintores limeños, en la que figuran José Joaquín Bermejo, Julián Jayo, Juan de Mata Coronado y Pedro Díaz. Varios de ellos participaron en la decoración del convento de la Merced, entre 1766 y 1792, considerado como el proyecto artístico culminante de esta etapa.
EPÍLOGO: ENTRE EL NEOCLASICISMO Y LA PINTURA POPULAR
En el tránsito hacia el siglo XIX, a medida que se acercaba la independencia, el antiguo sistema colonial de gre- mios y talleres tendrá que enfrentarse a las concepciones del academicismo y las normativas clásicas derivadas de él. A diferencia de México, el virreinato peruano vería frustrarse la posibilidad de una academia local bajo la advocación de san Hermenegildo y la introducción del neoclasicismo pictórico se debió a dos artistas españo- les de influyente actividad en la capital. Ellos fueron el sevillano José del Pozo, quien abandonó la expedición Malaspina en 1791 para fundar en Lima una academia privada; y Matías Maestro, arquitecto y pintor que, bajo la protección del arzobispo La Reguera, emprendió la «renovación» clasicista de los interiores eclesiásticos limeños. Aunque Pozo era en realidad un tardío seguidor del barroquismo andaluz, se adhirió al trabajo de Maestro y ambos produjeron un conjunto de composiciones religiosas más bien mediocres, dentro de una tóni- ca moralizante.
Afincado sobre todo en Lima, el neoclasicismo penetró escasamente al interior del país. Salvo algunos episodios aislados, el Cusco seguía fiel a sus propias tradiciones y presenció en esa época una abundante pro- ducción de pintura mural sólo comparable con el auge de los primeros tiempos coloniales. Tadeo Escalante se convertiría rápidamente en el más prolífico muralista de la región, con un estilo que reinterpreta y compendia los de sus antecesores, particularmente Marcos Zapata. Los seguidores de Escalante trasladaron los efectos de la pintura mural a pequeños soportes de cuero endurecidos con yeso, en los que realizaban pinturas dedicadas a los patronos del campo y la ganadería, como san Isidro, san Marcos y san Juan Bautista, por encargo de una clientela rural y provinciana. A través de esa legión de artistas anónimos, bautizados por Pablo Macera como «pintores populares andinos», las técnicas y los temas de la pintura colonial se mantuvieron vigentes hasta mucho después de iniciada la república.
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 Fig. 6 Anónimo cusqueño, San Isidro Labrador, finales del siglo XVIII, Lima, colección del Banco de Crédito
del Perú
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