Page 73 - Perú indígena y virreinal
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 las escuelas pictóricas virreinales
  Luis Eduardo Wuffarden
El arte de la pintura irrumpió en el vasto territorio del Tawantinsuyo con una fuerza inusitada. En 1533, mientras el capitán español Diego de Mora retrataba al inca Atahualpa, empezaban a circular las primeras tablas con imágenes religiosas, ante el asombro de la población nativa. Poco tiempo después, los primeros pintores profesionales daban inicio a una actividad sostenida en talleres que enseñaban el oficio a criollos, mestizos e indígenas. Todo ello se vería potenciado por el auge contemporáneo del grabado, un aliado providencial para la transferencia de las formas artís- ticas que habrían de transformar radicalmente el imaginario visual de los Andes. A diferencia del hermético geome- trismo abstracto que había dominado hasta entonces en el arte incaico, la pintura renacentista llevada por los con- quistadores tenía como ejes la perspectiva y la representación «racional» del mundo visible. No requería un conocimiento especializado de sus potenciales espectadores, sino que apelaba simplemente a la mirada. En ello fun- daba su modernidad y su formidable poder de adaptación a una sociedad en formación que por este medio pudo expresar, con similar eficacia, sus formas peculiares de religiosidad o sus contrapuestas identidades étnicas.
Uno de los factores determinantes para el desarrollo de las escuelas pictóricas locales radicó en la nue- va organización administrativa del Estado virreinal. Lima y la costa se habían convertido en el centro del poder político, mientras que el Cusco mantendría su prestigio como antigua capital del Tawantinsuyo y encrucijada estratégica del comercio colonial surandino. Como capital y sede cortesana, Lima gozaría de una relación privi- legiada con las principales corrientes artísticas de la Península —sea por la importación de obras o por la pre- sencia constante de maestros europeos—, que desde allí partían hacia el interior del virreinato. En cambio el Cusco, desde su posición periférica y en armonía con el fuerte componente indígena de su población, no se limi- tó a recibir pasivamente las influencias llegadas desde la capital sino que iría desarrollando respuestas propias. Esta marcada dualidad urbana tendría consecuencias perdurables en el carácter de cada escuela y en sus res- pectivas áreas de influencia.
Al principio, las obras llegadas a una u otra ciudad sólo reflejaban el gusto arcaizante o las preferencias devotas de los conquistadores avecindados en ellas. Eran por lo general piezas de estilo goticista hispano-flamen- co, relacionadas en su mayoría con advocaciones populares de Andalucía. Entre tanto, hacia mediados del siglo XVI
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