Page 36 - Perú indígena y virreinal
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pinturas para su venta en la capital virreinal, las cuales no eran un encargo sino que salí- an a la venta directa en los mercados peruanos. Entre ellas consta la existencia de un lote de doce césares, conociendo en este caso la temática. También hay que recordar la serie que envía el pintor madrileño Bartolomé Román de Los siete ángeles de Palermo para la iglesia de San Pedro de Lima, atentos a la proliferación de esta temática en el Perú; o la serie de la Vida de San Ignacio, de Juan de Valdés Leal, para la misma iglesia.
La pintura peruana va a llevar a sus últimos extremos algunas de las caracterís- ticas propias de la española. El marcado carácter naturalista, epíteto hasta la moderna historiografía crítica que ha demostrado los profundos valores simbólicos de nuestra
pintura barroca, se comprende dentro de la percepción de la trascendencia a partir de lo cotidiano; permi- tiendo la liquidación del espacio-tiempo y, por tanto, la presencia de santa Rosa de Lima atendiendo al Niño Jesús o la participación de las monjas del convento de Santa Teresa en Ayacucho en la Última Cena. Un ban- quete andino con un cuy (conejillo de indias) como plato estrella, firmado en 1707 por el pintor Luis Carva- jal. Esta lógica de lo trascendente se peruaniza aún más en el enraizamiento de devociones que se convier- ten en propias y que adquieren en las imágenes valores taumatúrgicos ajenos a la consideración de las mismas en la ortodoxia católica. Así, no se encubre el milagro y, por ejemplo, la Virgen de Cocharcas (enrai- zamiento andino de la Virgen de la Candelaria) adquiere un valor histórico y social al ser representada en procesión aludiendo a su salida dual, desde su santuario situado en la provincia de Andahuaylas el día 8 de septiembre en los inicios de la siembra. Las dos imágenes procesionales, denominadas la «Reina Grande» y la «Reina Chica», toman caminos opuestos hacia el sur andino y hacia Ayacucho en busca de limosnas. Otro ejemplo sería la Virgen de Montserrat (1693), que sitúa el pintor Francisco Chihuantito en el paisaje natural y urbano del pueblo de Chincheros (Urubamba, Cuzco) del que es patrona. En paralelo la otra opción plástica posible se refiere a la «copia fiel» que representa a los distintos personajes mediante la escultura o pintura que origina la devoción. Son numerosísimos los cuadros referidos, por ejemplo, la escul- tura del Cristo de los Temblores de la catedral de Cuzco perfectamente ubicado en su hornacina del retablo del siglo XVII.
También hay que reseñar, en este sentido, aquellas esculturas que son, a su vez, relicarios, lo que per- mite una devoción directa hacia el santo representado sin intermediarios. Aunque, en ocasiones, el original tie- ne valores milagrosos constatados. Así, el obispo Manuel de Mollinedo y Angulo encargará la famosa talla de la Virgen de la Almudena (1686) al escultor indio Tomás Tayru Tupac, a la vez que le hace llegar una astilla del original madrileño al tallista que la integra en la cabeza de la nueva escultura.
Ese valor taumatúrgico directo, sin filtros, permite a los santos titulares de cada parroquia cusqueña trasladarse en procesión, para participar como espectadores privile- giados en relación con su rango, a la catedral que los alberga como «palacio sacro» duran- te los festejos del Corpus Christi.
Entramos aquí en el universo social. La obra de arte permite a través de referencias, no tan secundarias como podría sugerir una primera lectura, penetrar en los ámbitos públi- cos, vida cotidiana y valores morales de la sociedad virreinal. Así se entienden los cuadros de la serie del Corpus Christi de Cuzco, posiblemente patrocinada por el obispo Mollinedo (1673-1699) para la iglesia de Santa Ana, o la Procesión del Viernes Santo en Lima (iglesia de
Fig. 1 Luis Carvajal, Última Cena, 1707, convento de Santa Teresa, Ayacucho
Fig. 2 Francisco Chihuantito, Virgen de Montserrat, 1693, iglesia de Chinchero, Cuzco
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