Page 102 - Perú indígena y virreinal
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Fig. 4
Rodrigo de Carvajal y Robles,
1604 en su última reconstrucción. En el centro de la explanada atraía la curiosidad, desde 1651, una fuente de bronce, cuya alberca se hallaba decorada por azulejos figurando los doce meses del año. Prodigio de simetría pitagórica, una estatua de la Fama, con su mitológica trompeta, coronaba el pilar central. Probablemente es la fontana más antigua del continente.
Tras flanquear el puente, fabricado de cal y canto en 1611 —aún en uso— y atravesar el arrabal de San Lázaro, el viandante encontraba la alameda de los Descalzos, así denominada por cerrarla al fondo una reco- lección de franciscanos. Esa salida, construida en la época del virrey marqués de Montesclaros, imitaba al Paseo del Prado vallisoletano.
El nomenclator de las calles locales por entonces —hasta la sistematización de mediados del siglo XIX— se atenía a una modalidad acaso única en su género: en vez de que el nombre de una vía públi- ca se extendiera a todo lo largo de la carrera, en Lima se reservaba el apelativo exclusivamente a una fracción del trayecto. De tal suerte cada unidad vial (cuadra) se identificaba por el apellido de un vecino notable (que al desaparecer cedía su alusión personal a otro), por el nombre de la iglesia o convento más significativo o del local público dominante. De tales orígenes proceden nombres —todavía subsistentes— de lo más estrambóticos, ya sean de orden zoológico (Mono, Tigre, Patos), botánico (Lechugal, Albahaquillas, Cascari- lla [= quina]), de menester (Plateros, Espaderos), o en razón de alguna singularidad, como Peña horadada, Cruces, Molino quebrado, Mármol de Bronce (sic) o, en fin, extravagantes e inexplicables como Alma de Gas- par, Faltriquera del Diablo, Monopinta, Suspiro....
Por esas vías circulaban a diario más de medio millar de vehículos entre carrozas y balancines, aparte de un crecido número de sillas de mano. En ese recuento de las notas más características de la ciudad no se puede pasar en silencio la que de cierto era la más acusada por los foráneos, a saber, los balcones cerrados con ventanaje de celosías, tales como los que aún hoy subsisten en Tenerife, de indudable atavismo magrebí. Ado- sados a la delantera de los inmuebles, era tan consecutiva la hilera de ellos que, al decir de un cronista, pare- cen «calles en el aire».
LIMA FESTIVA
Aparte de la conmemoración solemne de las festividades del año litúrgico, el esplendor de la urbe se ponía de relieve con las oportunidades en las que el júbilo o la devoción populares hallaban asidero para exultar de gozo por alguna ceremonia peregrina, ora de orden religioso —Corpus Christi, elevación a los altares de algún bie- naventurado, jubileo, entierro de un siervo de Dios...—, ora de índole profana —fiestas reales, exequias de un monarca, entrada pública del virrey, júbilo por algún feliz suceso o una noticia fausta—.
De ordinario, entre domingos y demás festividades de guardar anualmente se llegaba a más de seten- ta días, pero no escaseaban las ocasiones en las que el aparato era de tales proporciones, que su descrip- ción requería un volumen entero. Por ejemplo, el alborozo por el nacimiento del príncipe Baltasar Carlos se expresó en una sucesión de eventos —desfiles alegóricos, justas poéticas, mascaradas, corridas de toros, torneos, actos académicos, holgorios populares— que se desarrollaron entre noviembre de 1630 y marzo del año siguiente.
El transporte de fervor marianista que enajenó Andalucía en los albores del siglo XVII halló resonancia tan extremada en el ánimo de los limeños, que el esplendor de las galas organizadas por ellos no desmereció de las celebradas en la metrópoli. Como no podía ser de otro modo, rayó en lo indescriptible la emoción de los
Fiestas que celebró la Ciudad de Reyes del Perú, al nacimiento del Sereníssimo Príncipe Baltasar Carlos de Austria nuestro Señor, Lima, 1632, Madrid, Biblioteca Nacional (VE/92/7)
LIMA EN EL SIGLO XVII [ 109 ]