Page 355 - Goya y el mundo moderno
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  dividuo, en cualquier individuo... Y lo peor es que, como afirmaba Charles Baudelaire, aquellos monstruos eran reales, eran humanos: «[...] Toutes ces contorsions, ces faces bestiales, ces gri- maces diaboliques sont penetrés d’hu- manité»10.
Seres diabólicos y humanos al tiempo componiendo imágenes tan atroces co- mo esa boca abierta, desmesurada- mente abierta, de Saturno a punto de engullir, de comerse, ese cuerpo frágil, como el de un muñeco, al que atenaza hasta hacerlo sangrar con sus manos11. Una boca enmarcada en un rostro fe- bril, aterrador, con los ojos extraordi- nariamente abiertos hasta el punto de saltar de sus órbitas, y que, mirándo- nos fijamente, parecen compendiar to- da la angustia del universo; quizá la misma que horrorizaba al propio Go- ya, al artista capaz de representar con tanta intensidad emocional y magis- tralidad formal la violencia existencial. Similar barbarie irracional late entre los asistentes al estruendoso Aquela- rre, otra de las representaciones en las que las muchedumbres, ese nuevo con- cepto acuñado por Goya en su pro- ducción artística, alcanzan un fiero protagonismo. Rostros enloquecidos que gritan de pavor ante el espectácu- lo que se desarrolla ante sus ojos. Bo- cas que parecen contener el grito, el alarido, acompañadas de muecas casi espasmódicas, de ojos desorbitados, de furia, de dolor, de miedo, de estulti- cia... Multitudes desesperadas, angus- tiosas, incluso grotescas como las de Munch; multitudes feroces como las representadas, un siglo después, por George Grosz; rostros sin cuerpo, co- mo los concebidos, más tarde todavía, por Asger Jorn y Antonio Saura en sus respectivas Multitudes.
Bocas desencajadas, estrepitosamente abiertas, que, olvidándose de las es- trofas populares que entonaban los ro- meros en los cartones para los tapices que años atrás había pintado Goya, se convirtieron en puro rictus, en másca- ras que ya no lucen colores brillantes como los que restallaban en su más le- jano Baile de máscaras. Los romeros de las Pinturas negras se hacinan a ba- se de grandes pinceladas, de empasta- dos trazos, en medio de una oscuridad densa impropia de las celebraciones po- pulares. Aquellos escenarios rococós de sus primeras romerías se tiñeron de colores oscuros, pardos, pletóricos de matices pero carentes de luz; como sus personajes, esos seres que, en vez de cantar, parecen gritar para ahuyentar su angustia, su desolación... Como en el Aquelarre, los protagonistas de La romería de San Isidro (Fig. 4) semejan
arquetipos de la derrota, de una mu- chedumbre desesperada, desprovista de cualquier atributo de humanidad. Goya desgranó un amplísimo elenco de gritos angustiosos, existenciales, que muchos años después se prodigaron en- tre los grandes maestros del arte con- temporáneo capaces de expresar, co- mo Goya, la violencia inherente al ser humano, en una nueva sociedad que cambiaba vertiginosamente y que, de vez en cuando, se precipitaba en el abismo de los horrores.
Y desde Munch, con aquel grito que ha recorrido el universo entero con- virtiéndose en un icono social y plásti- co, hasta «los ojos [que] empezaron a desear y a sufrir y las bocas a gritar y a morder» de Antonio Saura, la mo- dernidad artística ha seguido la estela de Goya, convirtiéndolo en el referen- te formal y conceptual más elocuente a través de las rabiosas y contrastadas pinceladas de los expresionistas, los empastes y trazos más furibundos de la abstracción, o las aceradas imágenes de esa suerte de nueva figuración que alentó la llamada «Escuela de Lon- dres» y el nuevo expresionismo ale- mán.
Hablamos de una nueva forma de plas- mar la violencia más profunda, la irra- cionalidad, que arrancó con Francisco de Goya y que ha sembrado la con- temporaneidad artística con magnífi- cas y, en ocasiones, aterradoras imá- genes.
«Paseaba por un sendero con dos ami- gos –el sol se puso– de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansan- cio –sangre y lenguas de fuego acecha- ban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad– mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza.»
Con esta explícita frase, Edvard Munch, como si trasladara a sus pin- turas las palabras de Ibsen12, revelaba las claves de uno de los lienzos más su- gerentes, más reveladores de la angus- tia existencial del hombre moderno: El Grito (Fig. 5), una pintura que inter- pretó una y otra vez a fines del siglo XIX13.
Arropado por unos colores hirientes y un paisaje convulso, Edvard Munch le- gó a la posteridad una pintura capaz de conmover, de petrificar al especta- dor con ese grito angustioso, sordo, na- cido, como en las obras de Goya, des- de lo más profundo del ser humano. De un individuo que camina solo, con el cráneo desnudo, los ojos desorbita- dos –como en algunos personajes go- yescos, como su famoso Saturno– y las
manos protegiendo su cabeza –quizá los monstruos que anidan dentro de él, como Goya– al tiempo que profiere un grito, casi un aullido.
El grito convertido en mueca, en pura máscara, acompañado de rostros de- sencajados, inquisidores, exasperados, de una muchedumbre que nos con- templa entre desafiante y expectante, que se hacina ante el crucificado, un crucificado transmutado, convertido por el puro deseo del pintor en su pro- pia imagen. En Gólgota, de 1900, Munch, cuya situación anímica y físi- ca era realmente angustiosa por aque- llas fechas, evidenciaba sus más pro- fundos miedos, pesadillas, angustias... a través de esa multitud –como aque- lla que reflejara ocho años antes en Tarde en la avenida Karl Johan–, casi un cortejo fúnebre, que lo acompaña- ba. Como Goya en su Aquelarre, Munch parecía estar exorcizando sus propios demonios, sus monstruos per- sonales.
«Para mí, pintar es una manera de ol- vidar la vida; es un grito en la noche, una risa asfixiada.»
Con estas palabras, Rouault expresa- ba su «manera» de aproximarse al he- cho artístico, su peculiar expresionis- mo, estrechamente vinculado formal y conceptualmente con Goya. Compar- tía con el aragonés, hacia quien confe- saba sentir una gran admiración y de quien había visto algunos retratos ex- puestos en la Galería Durand-Ruel de París14, una imagen tenebrosa, hirien- te, del ser humano y de la sociedad. Una idea que, al margen de lo ya co- mentado en páginas anteriores, le in- dujo a representar muy tempranamen- te la enorme crueldad desatada en los alrededores de la moderna ciudad de las Luces. Sucede en Paysage de nuit, también conocido como La Rixe sur le chantier de 1897 (Fig. 6), una sobre- cogedora composición en la que, al am- paro de un paisaje urbano desolador, concebido en colores oscuros y tene- brosos, en el que se vislumbran viejas fortificaciones15, dos individuos luchan con palos, igual que los dos protago- nistas del goyesco Duelo a garrotazo (Fig. 7); mientras unos niños de aspec- to siniestro, que parecen salidos de El gran cabrón, juegan y gritan ajenos a cuanto sucede en su derredor. Sabemos que Rouault, aunque no llegó a ver las Pinturas negras, conocía la existencia de los «deux paysans se battant» ex- hibidos en la exposición universal ce- lebrada en París en 1878 gracias a las conversaciones mantenidas con More- au; y que quizá, como plantea Dorival, pudo conocer las interpretaciones –siempre en blanco y negro– de las pin-
turas de la Quinta del Sordo grabadas por Eduardo Jimeno16. Pero, aunque esto último no fuera cierto, lo que que- da claro es la proximidad entre el ex- presionismo de Rouault y Goya; la ac- tualización del universo goyesco en una sociedad mucho más avanzada, más moderna: la parisina de finales de la centuria decimonónica.
Una relación similar mantuvieron al- gunos de los grandes expresionistas ale- manes de comienzos del siglo XX, se- guidores de Munch las más de las ve- ces, como el ya citado Ensor, Nolde, gran admirador también del artista ara- gonés, que parece resucitar esos rostros horrorizados de Goya hasta transfor- marlos en puras máscaras incluso cuando se refiere a episodios bíblicos; o los mucho más independientes Os- car Kokoschka, al que ya se ha hecho alusión17 y Egon Schiele, gran hacedor de cuerpos distorsionados y rostros de- sencajados, gesticulantes, vociferantes, que expresan la angustia interior, la perplejidad del propio artista, alertán- donos de la soledad individual, del mie- do existencial... (Fig. 8). Naturalmente George Grosz, quien en su magnífica y desorbitada Metrópolis (1916-1917) actualiza la crítica sub- yacente en el Aquelarre goyesco, susti- tuyendo aquella turba decimonónica por una masa de ciudadanos moder- nos que, presos del pánico, de la furia, de su propia culpabilidad, se entrecru- zan, corren despavoridos por un verti- ginoso dédalo de calles de aquel Berlín salvaje, el de la Gran Guerra. Desde una posición revolucionaria y con su característica «paleta asesina», como él la denominó, de azules y rojos, Grosz sentencia la monstruosidad de aquella burguesía moderna18; de una nueva clase social convertida en cóm- plice de un nuevo y horrible conflicto bélico.
Y Kirchner, que también vivió la gue- rra en primera persona, esa «...guerra que desgarra cada vez más...» según sus propias palabras y que deterioró su maltrecho equilibrio emocional. Des- de entonces, como le sucediera a Go- ya, sus largas y rabiosas pinceladas, de colores fuertemente expresivos, se con- virtieron en ácidas e hirientes críticas de aquella sociedad que disfrutaba sin reparos de alegres fiestas mientras, a escasos kilómetros de distancia, se lu- chaba atrozmente, como sucede con Escena callejera con Cocotte de rojo (Cat. 165); y en dolorosas imágenes del miedo, la angustia, del ser humano, co- mo sucede en su Autorretrato como soldado o en la tremenda representa- ción de La ducha de los soldados, pin- tada en 191519.
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