Page 356 - Goya y el mundo moderno
P. 356
También algunos surrealistas como André Masson, para quien la desespe- ración que le produjo aquella guerra condicionó su forma de expresión, pa- ra quien la violencia y la crueldad del individuo, de la propia sociedad... constituyó un asunto recurrente en sus investigaciones pictóricas; tal y como se refleja en Los desollados (Cat. 87), El descuartizador (1928, Hamburgo, Kunsthalle) o Masacre (1931, colec- ción Ulla y Heiner Pietzsch).
El tiempo y el aprendizaje histórico no lograron frenar la estupidez humana, ni construir una sociedad más justa. Volvieron las guerras, el aislamiento, la angustia vital... y nuevas generacio- nes de artistas reaccionaron contra los horrores de las mucho más sofistica- das confrontaciones, de la soledad del individuo en el seno de una sociedad cada vez más avanzada y menos soli- daria, y auspiciaron novedades forma- les sustanciales en la «manera» artísti- ca de representar la irracionalidad y el miedo. La estela de Goya parecía im- parable.
Porque la capacidad del aragonés pa- ra enfrentarnos con la más dura reali- dad, aquellos gritos apagados y secos, las rabiosas y empastadas pinceladas volvieron a surgir de la paleta de un se- lecto grupo de pintores casi por las mis- mas fechas. Nos referimos a algunos de los integrantes del grupo «CoBrA» (1948-1951), en especial Asger Jorn y Karel Appel; a los componentes del grupo «Pórtico», Fermín Aguayo y Santiago Lagunas; a algunos de los fun- dadores de El Paso, Antonio Saura y Manuel Millares; a ciertos expresio- nistas abstractos norteamericanos co- mo Jackson Pollock, Willem de Koo- ning, Arshile Gorky, Robert Mother- well ó Franz Kline; a figuras tan difícil de clasificar como Bacon, Baselitz o Rainer; o a significados neoexpresio- nistas como Anselm Kiefer... entre otros.
«...Un animal, una noche, un grito, un ser humano, un todo...»
Éste fue uno de los axiomas que ca- racterizaron la poética del grupo «Co- BrA», y El grito de Asger Jorn, fecha- do en 1960 (Cat. 171), resumiría muy bien la ira, la furia pictórica del que fue su principal teórico; también la vio- lencia gestual y anímica que le provo- caba su entorno, aquella avanzada so- ciedad europea; la rabia de quien, tras haber vivido los desastres producidos por la Segunda Guerra Mundial, con- templaba con estupor la escalada de violencia internacional que culminó en la guerra de Corea. Todo ello le con- dujo a emitir ese grito desgarrador, co- lérico y desesperanzado al tiempo.
En ese mismo sentido debe entenderse su Multitud enloquecida de 1961 (Cat. 172), una nueva versión de aquellos se- res de rostros dislocados, exasperados, casi monstruosos, que se apiñan en el Aquelarre goyesco; de aquellas mu- chedumbres que, amparándose en la colectividad, expresan su furia perso- nal, que, a la postre, se convierte en multitudinaria, en colectiva; una mul- titud violenta que parece perdida, de- sorientada. Jorn, como Goya, nos en- frenta a un mundo moderno, a una so- ciedad moderna, en la que los seres hu- manos viven desconcertados y furio- sos.
En ocasiones, la ira colectiva se con- vierte en una suerte de macabras y vio- lentas expresiones, tanto que los ros- tros se deforman, estirándose y enco- giéndose cuales seres diabólicos, para expresar los más bajos instintos indi- viduales, los más oscuros monstruos interiores. A través de empastadas y densas, de oscuras y contrastadas pin- celadas, de manchas de pintura que pa- recen salpicar el universo, Jorn com- pone imágenes casi demoníacas que, como Goya, surgen desde los más pro- fundos abismos de su mente. Ocurre en Obscurité illuminée de 1967, en Le Timide Orgueilleux de 1957 y en tan- tas otras pinturas.
Muy próximo en sus planteamientos estéticos, el holandés Karel Appel, otro de los integrantes del grupo «CoBrA», también sufrió las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial y resucitó ese espíritu convulso, esa pintura trágica, demoledora, monstruosa que, sin du- da, disgustó profundamente a sus com- patriotas; aunque, con el tiempo y al igual que sucediera con Jorn, logró el reconocimiento que merecía.
«Pinto como un bárbaro para estos tiempos bárbaros», afirmaba quien compuso un recital de pinturas extre- madamente duras y tensas, en las que los violentos escorzos y sus rabiosas pinceladas, convertidas tantas veces en manchas, servían para recrear un uni- verso de seres tortuosos, cuerpos dislo- cados, rostros convulsos (Cat. 169), animales moribundos (Cat. 170) que manifestaban su escasa confianza en el ser humano, una visión harto pesimis- ta de aquella sociedad que había pro- vocado una nueva guerra: una imagen lóbrega de su propio ser. Y una vez más las atronadoras imágenes de Francisco Goya retumban en nuestra retina. Otro tanto ocurre con las pinturas de Arnulf Rainer, el austriaco que, a tra- vés de su peculiar informalismo, con- virtió la última producción goyesca –los rostros, los gritos, creados por Go- ya en sus caprichos, en sus desastres...
en una de sus constantes artísticas (Cat. 81, 82, 180). No sólo para tacharlas, emborronarlas, ennegrecerlas, actuar sobre ellas, sino y, esencialmente, pa- ra, como hiciera el aragonés, mostrar las sombras, la perversidad, la cruel- dad, el miedo, la rabia del individuo. O con las de Jean Dubuffet, el padre por excelencia del Art Brut, cuya vin- culación con el universo goyesco co- menzó con series tan contundentes co- mo Carnes hojaldradas y El Maestro, que bien podrían parecer trasuntos del propio Goya, y prosiguió con sus fa- mosos Cuerpos de Dama para los que ideó perturbadoras imágenes de cuer- pos deformados y grotescos: cuerpos terroríficos, erosionados como paisa- jes después de una guerra (Fig. 10); des- nudos corroídos que impregnan de for- ma asfixiante el espacio pictórico; ros- tros iracundos, irónicos, grotescos... en los que, como afirmaba el pintor, yuxtaponía «[...] brutalmente [...] lo más general y lo más particular, lo más subjetivo y lo más objetivo, lo metafí- sico y lo trivial grotesco [...]»20.
Un origen similar parecen tener las mu- jeres de Willem de Kooning, que des- de 1950 exploró este asunto de forma monográfica. Con la misma intensidad que empleaba en el resto de sus pintu- ras: sus características pinceladas mor- daces y violentas, gestuales, esparcidas en espesas capas de gran densidad e in- tensidad, con las que concibe sus hom- bres (Cat. 183) y sus mujeres, a los que dota de una perceptible carga satírica, caricaturesca incluso, a través de las cuales se perciben ciertos miedos atá- vicos que también afectan al hombre moderno. Como muchísimos años an- tes había hecho Goya, con quien com- parte la violencia gestual que le sirve para reflexionar sobre la naturaleza del ser humano.
También las «[...] venus esteatopigias, madre universal, hipnótica prostituta, virgen recorrida [...]»21, las Damas de Antonio Saura, cuyos cuerpos y ros- tros, bocas y ojos, distorsionó, violen- tó, exasperó... como había hecho Go- ya, por quien sintió una predilección tal que llegó a investigarlo profunda- mente, a escribirle poéticas misivas, a dedicarle exposiciones que andaban tras su estela, a interpretar y rememo- rar su Perro hasta el punto de mimeti- zarse, de autorrepresentarse, de trans- mutarse en el propio Goya.
Antonio Saura representó toda la vio- lencia, toda la ira, toda la locura, to- dos los monstruos que Goya imaginó, que Goya ideó. Su pasión por la pin- tura, su pesimista visión del mundo, la cólera y rabia que le producía su Es- paña, un país atrasado en aquellos
años Cincuenta, le hicieron concebir una poética en blanco y negro, en co- lores apagados pero de gestos duros, exasperados, crispados. Ocurrió, sobre todo, a partir de 1959.
En sus autorretratos, esas duras e hi- rientes imágenes en las que se repre- sentaba una y otra vez, de forma vio- lenta y cáustica también (Cat. 173). En sus Gritos (Fig. 11), aquellos per- sonajes descoyuntados, concebidos en blancos, negros y grises, que claman al cielo, como aquel campesino de Goya que grita dibujando una mueca de ra- bia, de dolor, que se rebela airado, co- lérico, contra lo que está acontecien- do...
En sus Damas (Cat. 174), en esas con- vulsas y elementales presencias que re- crean imágenes de seres reales y al mis- mo tiempo imaginados, concebidas con miembros dislocados y sexos eviden- tes...
En sus diferentes y apasionantes Mul- titudes (Cat. 176), que sentía deudoras de Goya, Munch y Ensor «[...] quizás, los pintores que mejor han percibido el pavoroso y fantástico rumor de las masas [...]»22, en las que pretendía «[...] reflejar el clamor de las masas hu- manas atraídas como a un fanal por un culto, por una protesta o un fanatis- mo, por una indignación o por una sú- plica [...]»23.
En sus aterradoras Crucifixiones, en las que parecía reflejar «[...] quizás mi situación de ‘hombre a solas’ en un universo amenazador frente al cual ca- be la posibilidad de un grito [...]»24. Toda esa ira, esa violencia, esa cólera, parece amainar en El perro de Goya (Cat. 175), una de sus más extensas y profundas series. Tal vez la más in- quietante en la medida en que preten- de desenterrar, desvelar, el significado de esa enigmática y a la vez transpa- rente pintura25. La cabeza del perro se transmuta en Goya y, a su vez, en Sau- ra, cerrándose un ciclo que comenzó hace ya mucho tiempo y que no con- cluyó con su muerte.
«...Como la rabia de Goya; lo negro y el espacio blanco –luto de oriente y oc- cidente–...»
El texto escrito a lápiz en un viejo pa- pel por Manuel Millares, según cuen- ta su hija Eva26, serviría no sólo para ilustrar la proximidad entre ambos ar- tistas sino para compendiar los presu- puestos estéticos que guiaron al pintor canario, en su trayectoria artística. Una producción espléndida y violenta, ra- biosa, furiosa, en la que a través de sus trazos, de sus gestos, de sus muros, de sus famosas «arpilleras», fue narran- do la desesperación, el dolor que pro- ducen las guerras, la desesperanza y la
364