Page 354 - Goya y el mundo moderno
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 es preciso señalar las ya conocidas de las mí- ticas agencias Reuter, Magnum... Al res- pecto véase Susan Sontang, Ante el dolor de los demás, Madrid, Santillana Ediciones Ge- nerales, 2003.
23 Es conocida la admiración que Hans Har- tung sentía por Francisco de Goya, de quien sabemos que llegó a poseer una edición de sus Caprichos. Al respecto, véase Juan Ma- nuel Bonet, «Hans Hartung: la línea espa- ñola», en Hans Hartung. Esencial, catálo- go de la exposición, Madrid, Círculo de Be- llas Artes, 2008, pp. 9-24; y Hans Hartung, Autoportrait, París, Grasset, 1976.
24 Tan desolador poema fue escrito por el artista unos meses antes de fallecer, de aca- bar con su vida, en enero de 1918. Vid. Ch- ristoph Brockhaus, «Wilhem Lehmbruck, entre esperanza y desesperación: las obras capitales de los años de la guerra», en ¿Ol- vidar a Rodin? Escultura en París, 1905- 1914, catálogo de la exposición, Musée d’Orsay – Fundación MAPFRE, 2009, p. 225.
25 León Felipe, «El Hacha. Elegía española. México, 1939», en Antología rota, Buenos Aires, Editorial Losada, 1972 (5 ed.), pp. 59-61.
26 Durante la guerra civil, el Gobierno de la República imprimió una edición de los De- sastres de la guerra, que conserva la Biblio- teca Nacional, en Madrid. Uno de los ar- gumentos ideológicos republicanos era el ca- rácter invasor, ayudado por extranjeros –alemanes, italianos y soldados africanos– del ejército rebelde del general Franco. Mu- chos carteles y dibujos hicieron referencia a esta situación y no fue poca la propaganda que se hizo de la guerra civil presentándola como una guerra de independencia. Al mar- gen de lo acertado o no de este plantea- miento, no cabe duda de que la publicación de las estampas de Goya respondía a este argumento.
27 La «necessità della naturalezza» fue, pre- cisamente, el título de un artículo escrito por Guttuso en marzo de 1937 en L’appello. Vid. Fabio Carapezza, «Renato Guttuso ‘Pittore di vita’», en Guttuso. Capolavori dai Musei, catálogo de la exposición, Mi- lán, Electa, 2005, pp. 19- 34.
28 Aligi Sassu, que ya en 1936 había pinta- do Fusilamiento en Asturias, fue encarcela- do y condenado a diez años de cárcel, tras haber redactado un manifiesto animando a la insurrección contra Mussolini al conocer la victoria obtenida por las fuerzas republi- canas en la batalla de Guadalajara. Por for- tuna fue indultado en 1938.
29 El museo Picasso de Barcelona conserva en su colección un par de obras del mala- gueño rememorando Se quebró el cántaro y Bien tirada está, dos grabados pertenecien- tes a los Caprichos de Goya.
30 André Malraux, La Tête d’obsidienne, Pa- rís, Gallimard, 1974, pp. 42-43.
31 Picasso también estudió El fusilamiento del emperador Maximiliano de Manet, al que calificó de bastante flojo, en compara- ción con el lienzo de Goya, achacándole que no representaba «el tiempo de la muerte». Vid. Françoise Gilot y Carlton Lake en Li- fe whith Picasso, Nueva York, McGraw- Hill, 1964, p. 369.
32 Vasili Grossman, Vida y Destino, Barce- lona, Círculo de Lectores/Galaxia Gutem- berg, 2007, p. 520.
33 Para profundizar en la relación existente entre Goya y Kokoschka remitimos al lec- tor al texto escrito por Werner Hofmann en este mismo catálogo.
34 La frase de Zoran Music, a propósito de algunas de sus composiciones ha sido to- mada de Jean Clair, «Un viaje con el ver- dugo», en Zoran Music. De Dachau a Ve- necia, catálogo de la exposición, Barcelona, Fundación Caixa Catalunya, 2007, p. 21. 35 Zoran Music, quien ya en 1935 acudía al Museo del Prado para copiar a El Greco y a Goya, declararía años después que «[...] pertenece a una familia, compuesta por Go- ya, Schile, Kokoschka [...]» o que «Para mí Goya es el más grande [...]». Vid. Jean Clair, La barbarie ordinaria. Music en Da- chau, Madrid, La Balsa de la Medusa, 2001, pp. 113-114.
El grito
Concha Lomba
Nada
Tan lacónico mensaje escrito por un moribundo, casi un cadáver, en los úl- timos estertores de la muerte sobre una hoja de papel blanco1, parece el funes- to balance establecido por Goya al con- cluir la guerra y reinstaurarse la mo- narquía de Fernando VII.
Todas aquellos encarnizados comba- tes, los saqueos, las violaciones, la des- trucción de tantas ciudades, los muer- tos... tanta crueldad y desolación no había servido para nada2.
Tampoco habían servido de nada las esperanzas depositadas por ciertos sec- tores de la sociedad española en el re- torno de la monarquía3. Fernando VII desatendió las necesarias reformas pro- puestas por los ilustrados para superar el retraso que acumulaba España, pa- ra modernizar las caducas estructuras políticas, económicas y sociales. Inclu- so hizo caso omiso de la Ley Agraria que Gaspar Melchor de Jovellanos pro- movió en 1795 y el campesinado, que constituía el porcentaje más amplio de la población española, continuó vi- viendo en la miseria. Se desvanecieron los sueños que Jovellanos expresaba en su «Epístola a Inarco»:
«[...] No más los campos de inocente sangre
regados se verán, ni con horrendo bramido, llamas y feroz tumulto
por la ambición frenética turbados. Todo será común [...]»4.
Ni tan siquiera la imagen creada por Goya en el grabado postrero de sus De- sastres, Esto es lo verdadero (Cat. 117), en el que una matrona restallante de luz, convertida en símbolo de la Ra- zón, la Justicia y la Libertad, muestra
un futuro esperanzador a un campesi- no, todavía encorvado y con la azada en la mano.
El Nada de Francisco Goya prevaleció y la desesperanza anidó en el espíritu del pintor. La realidad circundante vol- vía a teñirse de negro, de oscuros nu- barrones; el ser humano, después de los horrores de la guerra, todavía era capaz de engendrar algo peor: la vio- lencia del hombre contra el hombre. La sinrazón seguía flotando en el aire, y la mirada de Goya la convirtió en una narración que parecía no tener fin. Goya volvió a relatar la estruendosa crueldad y voracidad del ser humano, la cólera, la angustia del hombre co- rriente, sus miedos más atávicos y sus más oscuros pensamientos a través de sus empastadas, rotundas y tenebrosas pinceladas, de los trazos rápidos y ner- viosos de sus dibujos, de sus Dispara- tes...
Goya se situaba nuevamente a la van- guardia de la creación, al margen de las modas estéticas imperantes, inau- gurando nuevas «maneras» de relatar, de componer, como un portentoso ca- talizador de la irracionalidad más abs- trusa. Y los gritos horrorizados de an- taño se hicieron más nítidos, al tiem- po que se entremezclaban con aquellos monstruos que poblaban sus sueños convirtiéndose en apagadas y desga- rradoras muecas.
Creó Disparates que alertan sobre la furia, la violencia engendrada por el ser humano, capaz de golpear hasta que el enemigo aúlla de dolor, capaz de asesinar sin otra razón que la mera sinrazón. Cómo en Disparate cruel, cu- yo colérico protagonista sigue golpe- ando con furia sin desprenderse del cuerpo del hombre que acaba de de- rribar, sin que conozcamos las razones, ante la mirada de un grupo de hombres recortados en el trágico escenario noc- turno que los cobija5.
Y dibujos. Muchos dibujos, como los que componen el conocido como Ál- bum F, en el que recrea extensamente la cruel naturaleza del ser humano; de individuos anónimos, carentes de cual- quier elemento singularizador que de- late su pertenencia a una u otra época, a una u otra clase social. Como suce- de en su Caín y Abel, 1817-1820 (Fig. 1), su propia versión del duelo bíblico entre hermanos, asunto harto frecuen- te en la iconografía artística. La suya fue una feroz imagen que, entendemos, concibió de forma metafórica: la cruel- dad del ser humano desde el inicio mis- mo de los tiempos6; tal y como se nos antoja sucede con el todavía mucho más violento Caín y Abel representa- do por Odile Redon (Fig. 2).
Una violencia similar desprenden Los Sepultureros y Lucha a muerte7, un precedente de su muy conocida Lucha a garrotazos ideada para las Pinturas negras, un dramático enfrentamiento que casi ochenta años después abor- daría Georges Rouault en su Paisaje nocturno. O Son coléricos, en el que refleja una lucha encarnizada y algo grotesca entre dos hombres –uno de ellos, un fraile– de excepcional corpu- lencia8; una agarrada, en palabras de Pierre Gassier, que se desarrolla en un paisaje límpido y sofocante, en el que ni tan siquiera crecen hierbas: tan só- lo late la crueldad.
Pero, cuando el dolor que causan tales imágenes parece insuperable, Goya fue capaz de componer imágenes más du- ras todavía. Sumido en la más profun- da oscuridad de sus pensamientos, con- cibió nuevos gritos, todavía más agó- nicos si cabe: gritos apagados que ha- blan de la angustia individual y colec- tiva, de las sofocantes pesadillas exis- tenciales, del miedo...
Un miedo del que ni siquiera Jesucris- to fue capaz de sustraerse cuando reza su última Oración en el huerto (Cat. 162), en el monte de los Olivos, rode- ado de una oscuridad que apabulla, que estremece; una oscuridad densa, semejante a la que rezuman sus Pintu- ras negras, iluminada tan sólo por las tensas y suaves pinceladas blancas y doradas de su túnica. En medio de tan angustiosa soledad, Cristo arrodillado, conocedor de lo que va a suceder, ex- tiende los brazos como aquel patriota del Tres de mayo, abre la boca desme- suradamente para componer una ora- ción y alza la vista hacia el cáliz que le ofrece el ángel, el mismo cáliz que, por un instante, parece producirle miedo, angustia. Como a cualquier hombre. Como al protagonista de Tristes pre- sentimientos de lo que ha de acontecer (Cat. 164), el primer grabado de Los Desastres de la guerra, que concibió poco antes, y con el que muestra una enorme similitud formal y conceptual. Sólo que en su primer Desastre, Goya optó por situar al protagonista frente al espectador, rodeado de negros nu- barrones, entre los que emergen mons- truos y animales nocturnos, que pre- sagian un terrible futuro.
Y aquellos monstruos que sobrevola- ban la noche, que rondaban los sueños del artista acabaron por liberarse, rom- pieron sus barreras de manera estrepi- tosa y poblaron sus pinturas. Fue así como surgieron sus Pinturas negras9, sus seres diabólicos, terribles, mons- truosos incluso, sus muchedumbres fre- néticas, casi enloquecidas, la sinrazón y la irracionalidad que anida en el in-
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