Page 351 - Goya y el mundo moderno
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nista de Por Qué . O, todavía más te- rrible, aquél que, empalado en la rama de un árbol y con los brazos descuar- tizados, gira su cabeza hacia nosotros y con apenas aliento, profiere un grito casi silente que parece prevenirnos con- tra la locura de la guerra; un grito que atenaza hasta el ramaje exasperado que le sirve de telón compositivo, mientras otros soldados napoleónicos, otras ma- rionetas casi, se afanan en rematar al- gunos cadáveres en Esto es peor (Cat. 116). Un grito semejante al proferido por aquella cabeza del cuerpo, también mutilado, que Salvador Dalí recreó, pintó y dibujó, entre 1934 y 1936, pa- ra su Premonición de la Guerra Civil (Cat. 141-145).
La estela de Goya
No fueron, sin embargo, los cuerpos mutilados de Goya, ni sus gritos, los que trascendieron al imaginario colec- tivo decimonónico, sino los cuerpos su- blimes y patéticos de la pintura davi- diana y de Géricault. Fue necesario es- perar un tiempo –hasta finales del si- glo XIX y, sobre todo, hasta el siglo XX– para que el desarrollo histórico y la evolución artística permitieran la in- clusión de Goya en el mundo moder- no: entonces sus cuerpos mutilados se percibieron como el trágico adelanto de lo que estaba sucediendo –un pre- sentimiento difícilmente superable– y, en cierto sentido, como el origen de una modernidad que no quería verlo. Fue preciso que la violencia se hiciera, con todas sus consecuencias, la «par- tera de la Historia» y que la evolución del lenguaje artístico hiciera compren- sible, y familiar, la pintura de Goya hasta convertirla en un punto de refe- rencia, tanto desde el punto de vista conceptual como desde el puramente estético, como ya se ha visto.
A este respecto son muy elocuentes las composiciones creadas por los mejores representantes del arte contemporáneo al compás, precisamente, de los terri- bles acontecimientos que azotaron Eu- ropa a lo largo del siglo XX. Y la terri- ble imagen que Goya había creado –el anonimato de las víctimas, la injustifi- cada e irracional violencia y sus estra- gos: los cadáveres, los paisajes desola- dos...– se desperdigó por doquier.
En especial al hilo de la Primera Gue- rra Mundial que asoló Europa, a la que el visionario Kubin se refirió antes de que estallara. Aquella Gran Guerra que, además de cambiar sustancial- mente la naturaleza de los enfrenta- mientos bélicos y mostrar la crueldad de la contienda en todos los frentes, ejerció una influencia enorme en el imaginario colectivo al que no pudie-
ron ni quisieron sustraerse muchos de los expresionistas.
Entre otros, Otto Dix, creador de la más extrema desolación en aquella du- rísima serie dedicada a La guerra que grabó en 1924. Sólo él, como Goya, fue capaz de mostrar las funestas con- secuencias de semejantes enfrenta- mientos. A través de la destrucción de aquellos paisajes que, hacía bien poco, fueron idílicos; una destrucción que se extiende desde los primeros planos has- ta el lejano horizonte: árboles tron- chados, restos humanos, trincheras sus- tituyen a aquellos paisajes bucólicos que «hablaban» de la naturaleza en el Romanticismo; las alambradas que «detienen-sujetan» cadáveres de seres humanos, cuando la noche ha llegado, son el testimonio, la anécdota de esos paisajes poblados de muñecos que Dix representa como fantasmas y, a la vez, como humanos. Lo grotesco adquiere en estas imágenes una condición trági- ca (Cat. 121-123).
Dix vuelve la mirada a Goya, pero también a Bruegel y, en menor medi- da, a Callot, perfilando esa línea que poco tiene que ver con el «gran arte», el arte placentero, en el cual se en- cuentra inmersa la historia contempo- ránea. Los seres humanos como mu- ñecos por efecto de la violencia, los cuerpos lacerados, las cuencas vacías, las estacas, todo ello pertenece a la tra- dición de Callot y Goya, y también a la de Bruegel que transformó las per- sonas en seres torturados cuando nos ilustró sobre los procedimientos de la Justicia, adelantándose en muchos si- glos a lo que sería cotidiano.
O Wilhelm Lehmbruck que, atormen- tado por los horrores de aquella Gran Guerra, intensificó su característico ex- presionismo alumbrando sus mejores obras: esculturas que hablan de la de- solación del ser humano, de la tre- menda desazón y rabia, a través de tris- tes y agónicas formas sumamente esti- lizadas, de rostros anónimos, personas solitarias desprovistas de cualquier sen- timiento patriótico, que reflejan un es- tado de ánimo sombrío, rayano en la desesperación. El mismo que anidaba en el espíritu del artista que, al igual que Goya, contempló la desolación de la guerra en primera persona, aunque fuese desde un hospital militar, la de- vastación que produjo hasta el punto de exclamar:
«¿Quién queda ahí?
¿Quién ha sobrevivido a la matanza? ¿Quién ha podido salir del mar de sangre?
Camino por el campo segado
Y busco a mi alrededor dónde está la
siega,
Matanza horrible.
Mis amigos yacen por doquier, en silencio;
Mis hermanos ya no están.
La fe, el amor, todo está perdido, Y la muerte, sí, la muerte, está en todos los caminos,
en todas las flores...»24.
También, y más allá de las referencias iconográficas concretas, muchas e im- portantes, la estela de Goya, para pro- seguir con la terminología de Enrique Lafuente Ferrari, se pone de manifies- to en otros aspectos: la importancia concedida a la deshumanización y co- sificación de las personas, la proximi- dad de la muerte y el desamparo de los seres humanos. Un universo que Goya alumbró en su momento y que ahora se extiende poderosamente por todas partes.
Los prisioneros, al igual que los cadá- veres y las víctimas, constituyen una masa anónima en las obras que Käthe Kollwitz realizó en los primeros años del siglo XX (Cat. 127), y que si por al- go pueden caracterizarse es por el do- lor. Después, tras la Gran Guerra, en los años veinte, esas figuras se con- vierten en iconos que, sin perder los rasgos individuales, expresan la uni- versalidad del acontecimiento. Los mo- tivos son más compactos, destacan con nitidez sobre el blanco del papel –la misma nitidez de las xilografías anti- guas– y adquieren así toda su fuerza. El carácter narrativo no se ha perdido, se trata siempre de motivos concretos, reconocibles, pero el icono impone su presencia con rotundidad (Cat. 127). Podemos comparar los «prisioneros» de 1908 (Cat. 127) con las «madres» de 1921-1922 (Cat. 126) para darnos cuenta del camino que el artista ha re- corrido. El carácter compacto de los prisioneros configuraba un friso que nos recuerda algunas de las multitudes de Goya; el bloque de las madres, que destaca en el abrazo, nada tiene ya que ver, iconográficamente, con las estam- pas o los dibujos del maestro aragonés, pero el desamparo de las figuras uni- das, en cambio, sí. Son las madres del Réquiem de Ajmátova o de La Mont- serrat de Julio González (1936-1937, Ámsterdam, Stedelijk), que viven en la proximidad de la muerte, a la que se enfrentan con la fuerza que les pro- porciona su condición.
Toda la muerte que dejó tras de sí aquella guerra, fue resumida por Ku- bin en su espléndido La fin de la gue- rre de 1920, por medio de un esquele- to que reposa, tocado por una corona de laurel, sobre un montón de huesos,
de cadáveres.
Un esqueleto que, algunos años más tarde, se erguiría multiplicándose tras el avance de los ejércitos del III Reich (Cat. 138), merced a la imaginación, a la visión clarividente de uno de los ma- estros del fotomontaje, Hearthfield, quien a través de sus irónicas, morda- ces y audaces composiciones alertaba de la gran amenaza que se cernía sobre Europa. Sus cadáveres, los que aquella hiena gigantesca tocada con la cruz ga- mada al cuello pisoteaba (Cat. 137), se multiplicaron hasta el infinito. Primero le tocó a España. De nuevo el territorio español fue asolado por otra contienda, una guerra fratricida que enfrentó y anegó de sangre los campos, los pueblos, las ciudades..., que pro- vocó dolor y llanto tal y como expre- saba León Felipe en estos conmovedo- res versos:
«¡Oh, este llanto de España, que ya no es más que arruga y sequedad...
mueca,
enjuta congoja de la tierra,
bajo un cielo sin lluvias,
hipo de cigüeñal
sobre un pozo vacío,
mecanismo, sin lágrimas, del llanto! ¡Oh, esta mueca española,
esta mueca dramática y grotesca!
Llanto seco de polvo
Y por el polvo...
Por el polvo de todas las cosas acabadas de España
Por el polvo de todos los muertos Y de todas las ruinas de España... [...]
Llanto seco del polvo
De una casa sin muros,
De una tribu sin sangre,
De una cuenca sin lágrimas,
De unos surcos sin agua
[...]»25
Una guerra que, además, supuso un punto de inflexión en el seno de los conflictos bélicos. Porque la violencia ejercida sobre la población civil –un rasgo que Goya destacó en sus Desas- tres–, evidente ya en los últimos mo- mentos de la Primera Guerra Mundial, se hizo ahora cotidiana, tal como po- nen de manifiesto los bombardeos de Madrid, Barcelona y Guernica, por ejemplo, o los ametrallamientos y bom- bardeos de las columnas de refugiados en huida –un motivo también propio de Goya– o la represión ejercida en la retaguardia y en los territorios con- quistados26. Las estampas del maestro aragonés parecían antecedentes inme- diatos de lo que ahora sucedía.
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