Page 350 - Goya y el mundo moderno
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ende, de la naturaleza de su relación con la pintura davidiana.
Las cabezas de ajusticiados, los frag- mentos anatómicos, los bocetos de tor- turados constituyen una «alternativa» a los cuerpos heroicos de Drouais, Da- vid y Girodet, y a los cuerpos de sol- dados muertos y heridos de Gros. Se contraponen a esos cuerpos, constitu- yen su negativo, porque son cuerpos heroicos rotos, lacerados. Y cuando aborda el tema del canibalismo –Esce- na de canibalismo en la balsa de la Me- dusa (h. 1818, París, colección parti- cular) (Fig. 16)–, uno de los proyectos abandonados para el gran ciclo de La balsa, no rehuye el clasicismo: los cuer- pos también son heroicos.
Los náufragos, caníbales o no, son la manifestación menor de lo sublime pa- tético. Los cuerpos de Goya son paté- ticos pero no sublimes. En alguna oca- sión se ha afirmado que esta obra, la citada Escena de canibalismo, está pró- xima al Goya de las escenas de caní- bales del Musée des Beaux-Arts de Be- sançon –Caníbales preparando a sus víctimas (Fig. 3) y Caníbales contem- plando restos humanos (ambas en tor- no a 1800-1808)–. Sin embargo, nada más falso: los fragmentos de los cuer- pos goyescos no son fragmentos de cuerpos heroicos, como tampoco son heroicos los cuerpos mutilados de los Desastres.
Ni siquiera en la representación de un acto tan terrible como es una ejecución puede sustraerse Géricault a lo subli- me patético. Preparativos de una eje- cución capital en Italia (h. 1817, París, École nationale supérieure des beaux- arts) muestra al condenado y sus acom- pañantes con paso firme, mediante una composición piramidal (para el con- junto y para cada una de las figuras), que destaca la monumentalidad de es- ta «escena», mientras que su «conti- nuación», la decapitación, Ejecución capital en Italia (h. 1817, Estocolmo, Nationalmuseum), hace del verdugo un Hércules heroico en posición escul- tórica clásica tradicional.
Ambos dibujos contrastan fuertemen- te con los que, en Burdeos, dedicó Go- ya a la pena capital, a la guillotina13, o con los referidos a la guerra: ningún heroísmo en la sobria narración de lo que acontece.
Yo lo vi
En sus fatales consecuencias de la gue- rra sangrienta en España..., el título que dedicó Goya a su ya célebre serie de los Desastres de la guerra, que por cierto jamás vio publicada14, el pintor exhibe una violencia aterradora15.
En medio de aquella sinrazón que, ba-
jo la bandera de la Razón, asoló el te- rritorio español, Goya compuso un re- lato desgarrador a través de las 82 es- tampas, estructuradas siguiendo una secuencia narrativa en tres grupos16, a las que deben sumarse los correspon- dientes dibujos.
Un relato fehaciente, pues, con inde- pendencia de que el artista viviera en pleno 1808 en la madrileña Puerta de Sol, como han recogido algunos auto- res, o que visitase los cadáveres que se amontonaban en la montaña de San Pío17, lo cierto es que Goya fue testigo presencial de algunas de las atrocida- des cometidas en Madrid, Zaragoza y otros lugares de la geografía aragone- sa. De hecho, ha sido plenamente acep- tado que el artista fue llamado por el general Palafox, en octubre de 1808 al retirarse las tropas francesas después del primer sitio a la ciudad de Zara- goza, para que recogiese escenas e im- presiones de lo que allí había sucedi- do; y que emprendió un viaje a la ca- pital aragonesa entre el día 2 y el 8 del mes de octubre de aquel 180818.
Pero ello por sí solo no explica su na- rración de lo acontecido. Lo sustancial es la forma en que lo hace: su capaci- dad para, de una manera tan contun- dente, seca y descarnada, sin artificios ni concesiones, trasladar al espectador, a todos nosotros, las funestas conse- cuencias, según sus propias palabras, de semejante barbarie.
Una barbarie protagonizada por la gente más sencilla y humilde de aque- lla sociedad española que salió a la ca- lle para defender su territorio, sus ca- sas, sus escasas pertenencias, pertre- chada las más de las veces con armas a todas luces ridículas, y que hubieron de enfrentarse con soldados bien pro- vistos de su correspondiente arma- mento, de esas bayonetas convertidas por Goya en símbolos de la muerte que se repiten una y otra vez en sus pintu- ras y grabados (Los fusilamientos del tres de mayo, No se puede mirar, Y no hai remedio...).
Grupos de hombres y mujeres anóni- mos, desprovistos en su mayoría de ele- mentos identificatorios, que podrían estar luchando en cualquier lugar, en cualquier época. Provistos tan sólo de improvisados armamentos, de su cóle- ra, de su ira. Hombres y mujeres mi- serables que en situaciones límites re- accionan con toda la irracionalidad de que es capaz el ser humano (Popula- cho, Lo merecía...). Y soldados bár- baros que, bajo un estricto mandato militar, son capaces de las más crudas atrocidades sin que ello perturbe su ánimo: esos caricaturescos y, en oca- siones, ridículos rostros con que Goya
los representó (Ya no hay tiempo, Fuer- te cosa eres tú, Por qué?, Qué hai que hacer mas?...). Como en las guerras que estallarían muchos años después. De tan desigual combate surgen esas duras y tensas composiciones, antíte- sis de las batallas épicas a las que la pintura nos tenía acostumbrados, que estallan estrepitosamente en El dos de mayo de 1808 en Madrid (1814, Mu- seo del Prado), también conocido co- mo La lucha con los mamelucos, cuyo boceto está presente en la muestra (Cat. 92), en ese violento enfrenta- miento entre los mercenarios egipcios que acompañaban a los franceses y los madrileños en medio de las calles de la capital española19.
En otras ocasiones, en aquel espléndi- do El tres de mayo de 1808. Los fusi- lamientos en la montaña del Príncipe Pío20 (Fig. 17), la lucha desaparece y las bayonetas de los soldados france- ses, concebidos como meros maniquí- es, se convierten en el símbolo de la guerra. Nadie grita, ninguno de los condenados a muerte profiere grito al- guno21; pero su mutismo, sus ojos, su expresión, son tanto o más elocuentes que los alaridos de aquellos mismos es- pañoles representados en los Desastres de la guerra. Otra vez esa maldita rea- lidad, ese desolador panorama de la muerte, de quienes van a morir, de quienes esperan ser fusilados. La vio- lencia de la guerra en el sentido más puro, sin estridencias; sólo los cuerpos yacentes, amontonados junto a quie- nes van a correr idéntica suerte poco después, como algunas de las imágenes bélicas que, cada vez con mayor fre- cuencia, reproducen los medios de co- municación22. No puede haber nada más atroz. La poética davidiana de lo sublime ha desaparecido, el sentimien- to patético también.
No es de extrañar, por lo tanto, que tal manifestación de modernidad, tal ale- gato contra la guerra, se convirtiera, pasados los años, en un referente pic- tórico, para otros artistas. Para Édouard Manet, quien realizó hasta cuatro versiones de L’Exécution de l´empereur Maximilien (Fig. 18) evo- cando la composición goyesca; Hans Hartung, quien entre 1921 y 1922 pin- tó diferentes versiones abstractas de Los fusilamientos del tres de mayo (Fig. 10), cuando trabajaba en aquella serie titulada D’après Goya23; Renato Guttuso en su Fucilazione in campag- na de 1938; o Picasso en La guerra de Corea (Fig. 1), por citar tan sólo algu- nos ejemplos sustancialmente distintos y, a la vez, profundamente próximos. Pero, de vez en cuando, en medio de un silencio atronador, Goya hace gri-
tar a sus protagonistas y esos gritos, pese a no resultar audibles, llegan a en- sordecernos.
Gritos desesperados, surgidos de entre un amasijo de cuerpos dramáticamen- te yacentes, como los que se van amon- tonando en Ataque a un campo mili- tar (h. 1798-1800, colección Marqués de la Romana). Algunos son emitidos por mujeres, como el que lanza la pro- tagonista de Tampoco (Fig. 11), cuya garganta no es capaz de proferir nin- gún otro sonido que el desgarrado sen- timiento de la desesperanza.
Gritos de quienes huyen despavoridos del enemigo, de esa mujer que, con su hijo en brazos y ataviada con un vesti- do amarillo concebido como un toque de atención plástica, huye de las bayo- netas francesas, otra vez ese instru- mento mortífero, en Ataque a un cam- po militar.
Gritos en blanco y negro, entre espa- cios blancos, en medio de la nada, cual cavernas oscuras que, a la luz del blan- co, parecen más tenebrosos todavía. Gritos concebidos con apenas algunos trazos rápidos, rotundos, con empas- tes, manchas. Gritos que brotan entre espesas tramas negras, tan negras co- mo la odiosa realidad que reflejan. Gritos aterradores que surgen como impelidos por la conciencia de quienes se ven obligados a proseguir esa bar- barie cruenta, como el del español que, con el rostro desencajado, consciente del tremendo horror que va a cometer, blande su hacha contra el enemigo en Lo mismo (Fig. 21).
Gritos convertidos en meras muecas, congelados tras la muerte, que brotan de gargantas desahuciadas, de cuerpos amontonados a las puertas de la ciu- dad, de una ciudad casi fantasmal, es- bozada a base de meros trazos, de ta- pias vacías y portalones ensombreci- dos como en Tanto y más (Fig. 12). Gritos que emergen de las gargantas de hombres y mujeres, cuyos cuerpos dis- locados se agolpan entre muros, te- chumbres y vigas de madera desplo- madas en Estragos de la guerra (Cat. 104).
Pero el horror todavía puede aumen- tar su escalada, cuando los gritos apa- gados provienen de muertos desnudos que yacen apilados unos junto a otros en forzadas contorsiones y a punto de la putrefacción, abandonados por el enemigo en medio de un paisaje deso- lador, terrible, como los protagonistas de Enterrar y callar (Cat. 100). Un pai- saje que enlaza a la perfección con otros cadáveres, los de Zoran Music. Gritos proferidos por gargantas anó- nimas de quienes se vieron sometidos a indignas torturas, como el protago-
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