Page 349 - Goya y el mundo moderno
P. 349

  pastadas y violentas pinceladas en me- dio de tensas atmósferas, en las que aparecen bueyes abiertos en canal, co- mo los de Rembrandt y Lovis Corinth; terneras empaladas; conejos desolla- dos; faisanes muertos (Cat. 152)... La violencia en estado puro.
Con Luis Fernández6, cuyas alusiones a la guerra civil española se traslucen a través de las naturalezas muertas, de sus cabezas, esencialmente de toros; ese toro bravo convertido en imagen sim- bólica del ruedo ibérico, el término que daría título a una de las novelas de Va- lle Inclán, el mismo toro que usó Pi- casso reiteradamente en aquellas fechas con idéntico significado y que, a buen seguro, se convirtieron en modelo pa- ra los alegóricos bodegones de Fer- nández. Con una excepción: su Tête de mouton et jambon de 1940, una com- posición que remeda Cabeza de cor- dero y costillares del aragonés. También en el caso de Pablo Picasso, cuyas Tres cabezas de cordero (Cat. 150) o Cabeza de toro (Cat. 151), constituyen toda una síntesis plástica de la violencia desatada en el territo- rio español durante la guerra civil es- pañola. Pintadas en 1939 y 1942 res- pectivamente, es decir durante la épo- ca en la que el pintor se ocupó de cre- ar sus más famosos alegatos contra la guerra, como Goya hiciera un larguí- simo siglo antes que él. Sus cabezas de animales muertos, en especial las pro- tagonizadas por los toros, enlazan di- rectamente con la tradición pictórica española, con los bodegonistas del Si- glo de Oro, y, naturalmente con Goya. Sobre todo Tres cabezas de cordero, cuya relación con Cabeza de cordero y costillares del aragonés es más que evidente, tanto desde el punto de vista conceptual como formal.
Los Desastres de la guerra
Fue entonces cuando Goya, converti- do en el mejor pintor del momento, el más solicitado también, el que había alumbrado retratos tan incontestables como La familia de Carlos IV, sus dos majas o el de su amigo Jovellanos, de- sentrañó los horrores de la guerra. Que no eran otros que los de la propia na- turaleza humana, a la que ya se refi- rieron los modernos poetas decimonó- nicos y a la que no ha cesado de aludir la intelectualidad creativa de todo el largo y violento, en tantos sentidos, si- glo XX, representándola en duras y elo- cuentes imágenes que, en la actualidad, todavía siguen perturbándonos y ho- rrorizándonos.
Fueron precisamente esas pinturas, esos dibujos y esos grabados los que mar- caron un punto de inflexión en su pro-
ceso creativo. Goya se convirtió, tam- bién desde un punto de vista estético, en un punto y aparte, en un adelanta- do de la modernidad, superando con mucho los principios que el artista ro- mántico había puesto de moda. Durante aquellos años, los que median entre 1808 y 1815, el aragonés com- puso las escenas más aterradoras, más veraces también, de la guerra, narrada por primera vez con una sinceridad atronadora, y desprovista de cualquier recurso épico o heroico.
Porque hasta entonces las escenas vio- lentas que el arte había producido a lo largo de la historia, y fueron muchas, contenían un sentido moral, épico, he- roico, con independencia de su mayor o menor truculencia, morbosidad e, in- cluso, violencia7. Buena prueba de ello son los diferentes martirios auspicia- dos por el santoral cristiano, los siem- pre sugerentes episodios mitológicos o las escenas de batallas que desde el si- glo XVII ocuparon a maestros italianos y franceses, en los que la muerte cons- tituye una presencia recurrente.
Sí hubo algunos precursores como Jac- ques Callot en aquel conjunto de die- ciocho grabados titulado Les Misères et les malheurs de la guerre, publicado en 1633, en el que mostró la crueldad de la guerra en toda su magnitud: los campesinos muertos, tumbados en im- provisados campos de batalla, en me- dio de la tierra o en las calles de una población, y los instrumentos de tor- tura empleados por los soldados fran- ceses cuando invadieron el ducado de Lorena, la patria del artista8. La mis- ma crueldad que describió François Vi- llon en 1463 en su Balada de los ahor- cados, de la que entresacamos algunos versos:
[...]
Aquí nos veis atados, cinco o seis:
en cuanto a la carne, que hemos alimentado en demasía,
hace tiempo que está podrida y devorada
y los huesos, nosotros, ceniza y polvo nos volvemos.
[...]
La lluvia nos ha limpiado y lavado,
y el sol desecado y ennegrecido; urracas, cuervos, nos han cavado los ojos
y arrancado la barba y nuestras cejas. Nunca jamás, ni un instante, pudimos sentarnos:
luego aquí, luego allá, como varía el viento,
a su placer sin cesar nos acarrea, siendo más picoteados por los pájaros que dedales de coser.
[...]
En aquella serie «[...] que vulgarmen- te se conoce como la Vida del soldado, Callot [...] representó en pequeñísimas figuras todos los incidentes comunes que acaecen a las miserias de los sol- dados [...] hasta que acaban sus vidas o bien muertos en la guerra, o bien ajusticiados por sus trasgresiones y fe- chorías; o también aquellos que sumi- dos en la vejez y la pobreza [...] caen en brazos de la muerte sobre el suelo desnudo de las vías públicas, o sobre los estercoleros»9. Callot compuso un crudo relato histórico, en el que no obstante, y he aquí una de las enormes diferencias con Goya, se evidenciaba una cierta moral cristiana en relación con los soldados vencidos10.
Pero Goya fue mucho más allá que Ca- llot. Hizo de la naturaleza un instru- mento de violencia: los árboles servían para ahorcar, colgar, fragmentar, re- ventar, empalar... nada tienen que ver con la naturaleza amable que pensaron los ilustrados, que Goya pintó en los cartones, y tampoco con la que hicie- ron suya, melancólicamente, los ro- mánticos.
Y, a diferencia de Callot, Goya tam- poco muestra, ni siquiera remotamen- te, tal compasión. Como sus coetáne- os, los grandes artistas románticos, De- lacroix, Géricault o David, con quie- nes, sin embargo, mantiene otras dife- rencias.
Para ellos el concepto de lo sublime, de lo patético, planea en la representación de las grandes gestas, casi siempre he- roicas.
Thomas Crow, que ha analizado con rigor y minuciosidad la formación del cuerpo del héroe en la pintura davi- diana y posterior a ella, escribe unas palabras a propósito de El atleta mo- ribundo (1785, París, Musée du Louv- re), de Jean-Germain Drouais, que sir- ven como resumen de las característi- cas que reúne: «la nobleza y la elegan- cia están garantizadas –quizá sólo es- tán garantizadas– bajo condición de sufrimiento extremo; el dolor unido a un aplomo inconquistable, cada uno apoyado sobre el otro, es el signo pre- eminente de la virtud»11. El dolor está unido a la virtud, la nobleza es la con- dición de la sublime belleza de estos cuerpos –belleza estética y moral– cu- yas heridas tienen muy poco protago- nismo: la que muestra en la pierna el atleta de Drouais no parece tan grave como para producir la muerte.
Años después, en 1794, David pintó a uno de los mártires de la revolución, Joseph Bara, un héroe inmortal, en pa- labras de Robespierre, que después de muerto alcanza una nueva vida: La muerte de Joseph Bara (Aviñón, Mu-
sée Calvet). La herida de la bayoneta en el abdomen, herida que le causó la muerte, se percibe sucintamente en unas pinceladas rojas que, tampoco en este caso, parecen suficientemente gra- ves como para producir el fatal desen- lace. Pero quizá sea en la representa- ción de los genitales, tema que ha es- tudiado detenidamente Crow, donde la diferencia con Goya se hace más pa- tente: la figura castrada del artista ara- gonés, una herida brutal, contrasta con los genitales púdicamente ocultos de Bara.
El héroe trágico que la pintura france- sa modela se representa en el marco de la nobleza, y su sufrimiento no permi- te la exhibición de heridas: la virtud y la contención de su aplomo –incluso cuando, como en el caso de Bara, está muerto– son las notas que muestran su heroísmo sublime. El cuerpo del héroe había empezado a perfilarse en las obras de Flaxman, sobre todo en sus estelas funerarias y en las ilustraciones de la Iliada y la Odisea, se desarrolló en la pintura francesa del paso de si- glo, la de Drouais, David, Girodet y Gros, entre otros, y configuró el ima- ginario europeo. Esta concepción in- fluyó de forma determinante incluso en quienes parecían oponerse a ella, co- mo ocurre con Théodore Géricault12. Los estudios anatómicos que realizó para La balsa de la Medusa (1819, Pa- rís, Musée du Louvre), las cabezas de ajusticiados, «pintados del natural», se sitúan en las antípodas de los cuerpos gloriosos de los héroes davidianos, y aunque ciertamente es así, mantienen sin embargo un diálogo con ellos, pe- ro no con los cuerpos mutilados del ar- tista aragonés.
Conviene señalar que Géricault pintó La balsa de la Medusa durante 1818 y 1819, tras su vuelta del viaje a Italia, viaje que inició en el otoño de 1816 y que suele considerarse como «viaje al clasicismo». También es justo mencio- nar que la datación de sus academias –las obras de Géricault que más se aproximan a la pintura davidiana– es incierta. Mientras que algunos histo- riadores sitúan Academia de hombre sentado, visto de espaldas (Bruselas, Musées Royaux des Beaux-Arts de Bel- gique) en torno a 1812, durante su pe- ríodo de formación, otros lo hacen en 1816, la época en la que se prepara pa- ra presentarse al Premio de Roma, cuando desea demostrar que domina el estilo clasicista. No es ahora mo- mento de terciar en la polémica, pero sí de señalar que su existencia va más allá de los estrictos problemas de la biografía del artista y pone sobre el ta- pete la cuestión de su clasicismo y, por
357





































































   347   348   349   350   351