Page 338 - Goya y el mundo moderno
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 tivo en la pintura del siglo XX, lo en- contramos, por ejemplo, en los retra- tos de Bacon –Tres estudios para un re- trato de Peter Bear (1975, Madrid, co- lección particular) (Cat. 167)–, en los autorretratos de Kitaj –Autorretrato en Zaragoza (1980, Jerusalem, The Isra- el Museum) (Cat. 20), que tanto debe a Goya, del que parece un homenaje– y Antonio Saura –Autorretrato (1959, Zaragoza, colección particular) (Cat. 173)–, en los que la deformación con- vierte la subjetividad en el estallido de un grito.
La obsesión por captar la verdad del rostro, en lo que se anticipa a Giaco- metti, es pauta de los sucesivos auto- rretratos de Schoenberg: una matriz constante de frontalidad puede dar pa- so a sucesivos cambios y transforma- ciones, de los que aquí ofrecemos dos ejemplos (Cat. 15, 16). La fisonomía del artista se convierte en una másca- ra, paradójicamente, en el estudio ve- rista y la reinterpretación de sus fac- ciones. Máscaras fueron también los autorretratos del Picasso anciano, vie- jo, con un tinte grotesco, máscaras que gritan son las metamorfosis de Bacon, Kitaj y Saura: la máscara, destinada a ocultar el rostro, lo sustituye para ha- cerlo más consistente. El tiempo ha quedado apresado en sus rasgos.
1 Cfr., Géricault, catálogo de la exposición, Galeries nationales du Grand Palais, París, RMN, 1991-1992, números 50 y 51.
La vida de todos los días
Valeriano Bozal
Los cartones1 para tapices que Goya realizó entre 1775 y 1792 representan las costumbres y los juegos de un mun- do tan feliz como poco verosímil. Las costumbres y los juegos populares pro- tagonizados por una nobleza disfraza- da de majos y majas, naranjeras, ca- charreros, toreros, etc., siguiendo en todo las pautas del Rococó y los temas que la pintura y el grabado habían puesto de moda a lo largo del siglo XVIII. Una sociedad idílica, poco vero- símil a pesar de su costumbrismo, muy del gusto de la corte y los poderosos. Dos cartones llaman, sin embargo, pro- fundamente la atención, se desvían de la pauta aceptada y se refieren a as- pectos no tan lúdicos y agradables, La nevada (1786-1787, Madrid, Museo Nacional del Prado) (Fig. 1) y El alba- ñil herido (1786-1787, Madrid, Mu- seo Nacional del Prado) (Fig. 2), que suele relacionarse con la legislación ilustrada sobre los accidentes en las construcciones. De éste último conser-
va el Museo del Prado un boceto con variantes de cierta importancia, El al- bañil borracho (Cat. 21), quizá más acorde con el espíritu festivo de los car- tones (aunque más cómico de lo que en éstos es habitual, como si Goya hu- biera realizado «antes de tiempo» un capricho). El herido es en el boceto un borracho que dos compañeros risue- ños llevan en brazos, la fisonomía de los dos compañeros ha cambiado en el cartón definitivo: ahora no están ri- sueños sino preocupados. La compo- sición es la misma, la misma indu- mentaria, los mismos andamios de la obra que hay detrás, con la polea bien visible.
El tema no era habitual en la pintura de la época, un accidente en un anda- mio, pero no por completo desconoci- do. Fred Licht llama la atención sobre dos obras que lo representan, una de Giambattista Tiepolo, anterior, Un al- bañil salvado por un ángel (1744, Ve- necia, Scuola del Carmine) (Fig. 3), y otro, casi coetáneo, de Hubert Robert, El accidente (1783, París, Musée Cog- nacq-Jay) (Fig. 4). El planteamiento de ambos es por completo diferente al de Goya, no sólo el de Tiépolo, también el de Robert, que representa la escena a gran distancia, tanto o más preocu- pado por los edificios y el paisaje en general que por el trabajador que se despeña, una figura de muy reducido tamaño. La pintura de Robert perte- nece al mundo de un pintoresquismo que domina en el arte francés del mo- mento, el albañil herido de Goya, sin prescindir por completo del pintores- quismo, es bien diferente. Licht escri- be: «Goya relata un acontecimiento concreto. El asunto de la pintura de Robert es un simple accidente, un ac- cidente cualquiera. El albañil herido de Goya es un caso singular que no debe confundirse con ningún otro»2. Hasta qué punto es un acontecimien- to concreto es cosa que puede discu- tirse, pero no cabe duda de que, en comparación con Tiepolo y Robert, la afirmación de Licht es justa. No es la única vez que Goya se enfrentará a es- te tipo de acontecimientos concretos, dos dibujos del Metropolitan Museum of Art de Nueva York ofrecen un tema próximo: [Construcción] (Fig. 5) y [Tres hombres cavando] (Fig. 6), am- bos pertenecen al Álbum F y se datan en torno a 1812-1820/23. En el pri- mero, una construcción de gran com- plejidad con multitud de obreros que trabajan diferentes estratos, dirigidos por un capataz ataviado con una capa, con andamios de cierta envergadura. En el segundo, tres hombres cavando con energía, de espaldas el más próxi-
mo a nosotros, otro de frente y un ter- cero, menos visible a la derecha. No sabemos lo que están cavando, no im- porta, destaca sobre todo el esfuerzo y la tensión de las figuras.
Goya dibujará también a hombres tras- ladando fardos, cazando, luchando, transportando a otros, empujando ca- rros, campesinas, mendigos, tullidos, patinadores, lechuguinos, gañanes, frai- les, exclaustrados, torturados, víctimas de la Inquisición y de la represión ab- solutista, caminantes, bandidos, sol- dados, lavanderas, bailarinas y baila- rines, ancianos de sexo indefinido. To- dos serán dibujados como figuras con- cretas, aunque algunos pueden inter- pretarse alegóricamente, muchos pue- den caracterizarse como grotescos o en el límite de lo grotesco: Maniatado en un camino (h. 1824-1828, Madrid, Museo Nacional del Prado) (Cat. 29), Coche barato y tapado (h. 1824-1828, Madrid, Museo Cerralbo) (Cat. 28). Un verdadero repertorio de la vida co- tidiana, por lo común de naturaleza popular (pero no necesariamente), que nunca llega a constituir un catálogo de tipos porque su individualidad es siem- pre manifiesta: en el gesto y la dispo- sición, en el movimiento del cuerpo y de los brazos, las actitudes, las risas, abundantes, las miradas, la solicitud. Un mendigo no es nunca el tipo de un mendigo, de la misma manera que una muchacha joven nunca es prototipo de las muchachas jóvenes3. El movimien- to concreto caracterizará al mendigo como ese mendigo concreto y la acti- tud no hará de la muchacha un tipo si- no esa muchacha joven que podemos ver en la calle o en el campo: A q.e ben- dra el faldellín y los calzones? (h. 1803- 1824, Madrid, Museo Nacional del Prado) (Cat. 30).
A partir de 1790-1792, los rasgos que empiezan a ser perceptibles en la últi- ma serie de cartones para tapices –des- tinada al despacho del rey Carlos IV en El Escorial– y que habían apareci- do tímidamente en algunas pinturas, La letra con sangre entra (1780-1785, Zaragoza, Museo de Zaragoza) (Cat. 22), se desarrollan en dibujos y pintu- ras: se pierde el entusiasmo rococó por la realidad más o menos edulcorada de las obras anteriores y se recrea una vi- sión más próxima a la realidad con- creta, también más irónica.
Ambos serán rasgos constantes en su percepción de la realidad cotidiana. En los años de la Guerra de la Indepen- dencia (1808-1814) pinta dos figuras que pueden ser populares y, a la vez, motivos propios de los acontecimien- tos bélicos: El afilador (h. 1808-1812, Budapest, Szépmüvészeti Múzeum
(Cat. 23) y La aguadora (h. 1808- 1812, Budapest, Szépmüvészeti Mú- zeum (Fig. 7). Poco después de la Gue- rra realiza una serie de estampas, La tauromaquia (1816), en la que narra parcialmente la historia de las corridas de toros y de forma más pormenoriza- da algunas de sus suertes, en las que re- presenta a toreros y acontecimientos bien conocidos de los aficionados (Go- ya era uno de ellos). La corrida de to- ros era, es, una fiesta, pero el artista ti- ñe los hechos con un tinte dramático, cuando no completamente trágico: Muerte de Pepe Illo, Desjarrete de la canalla con lanzas, medias-lunas, ban- derillas y otras armas, Caída de un pi- cador de su caballo debajo de un toro (1816, Madrid, Biblioteca Nacional) (Cat. 25-27).
El drama se inscribe en lo cotidiano, al igual que lo grotesco y disparatado. No por ello lo cotidiano deja de ser tal y de percibirse como tal, el drama no lo enaltece y esta es la razón por la que tenemos la sensación de que tal coti- dianidad dramática, negativa, es el mundo en el que nos movemos, la to- talidad del mundo en el que estamos. La pintura de Goya, de esta manera, sube un peldaño en lo que era habitual para un pintor (y más para un pintor de costumbres): no representa sólo es- to o aquello, fenómenos, personajes, acontecimientos y lugares singulares, sino que en su singularidad, sin pres- cindir de ella, introduce una reflexión de carácter universal sobre el mundo de vida.
Goya pintó a las personas, la emoción y el tiempo de sus amigos y familiares, también la emoción y el tiempo de aquellos que le encargaron su retrato. Y se pintó a sí mismo, y pintó sus sue- ños y pesadillas, y las pesadillas de to- dos: también las nuestras. Los Capri- chos fueron, por decirlo así, un «alda- bonazo» (como lo serán, después, los Desastres de la guerra para la repre- sentación de la violencia y los Dispa- rates para la de lo grotesco), y ponían de relieve hasta dónde podía llegarse en la representación de un mundo de la noche que se articulaba y entrelaza- ba con las costumbres cotidianas: el Pa- seo de Delicias, Atocha, el Prado –pa- seos y salón de los madrileños del si- glo XVIII, el último de los cuales toda- vía se conserva– el cortejo pero tam- bién la prostitución, la soberbia de los poderosos no menos que el juego pro- caz de los majos –un juego al que gus- taban jugar los poderosos–, la riña de las mujeres, majas, lavanderas o sim- plemente muchachas del vivir, entre- vistas en un instante, atisbadas por un artista que ya es un «mirón», un vo-
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