Page 337 - Goya y el mundo moderno
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  ta de que nos encontramos ante una in- terpretación personal, en el sentido más estricto de la palabra, que se esconde en la «oficialidad» de los retratados. Tanto se ha hablado del modelo, las Meninas velazqueñas, que no se repa- ra de modo suficiente en el repertorio de personalidades individuales que ofre- ce la pintura, un repertorio que no es protagonista del cuadro del pintor se- villano y que, quien contempla este de Goya, capta de inmediato, más allá de cualquier referencia erudita.
En los primeros años del siglo XIX Go- ya hace retratos de familiares y amigos además de retratos por encargo, Goya es considerado el mejor retratista de la sociedad madrileña de la época. Sin prescindir de los recursos que tradicio- nalmente proporcionan la indumenta- ria y la convencionalidad de las poses, el artista aragonés se centra ante todo en la expresión individual, la captación en el gesto corporal de un instante re- velador, la mirada y la actitud general, sin eludir, bien al contrario, las marcas del paso del tiempo, que deja su huella tanto sobre las facciones como sobre el cuerpo. Inicia un recorrido que, desde Isidro González Velázquez (1801, Chi- cago, The Art Institute of Chicago), La marquesa de Lazán (h. 1804 , Madrid, colección Alba) (Fig. 5), el excelente Bartolomé Sureda (1804-1806, Was- hington, National Gallery of Art) (Cat. 6), ejemplo mayor del retrato burgués, Isidoro Maiquez (1807, Madrid, Mu- seo Nacional del Prado) (Cat. 7), Ma- nuel Silvela (h. 1809-1812, Madrid, Museo Nacional del Prado) (Cat. 5) o Juan Antonio Llorente (h. 1810-1812, Sao Paulo, Museu de Arte), conducirá hasta Leandro Fernández de Moratín 1824, Bilbao, Museo de Bellas Artes) (Cat. 10), Juan Bautista de Muguiro (1827, Museo Nacional del Prado) o el Retrato de Gaulon (1824-1825, Ma- drid, Museo Lázaro Galdiano), una li- tografía que es, a la vez, homenaje a quien le enseñó los secretos de esta téc- nica y expresión de una personalidad ilustrada que, una vez más, excede los límites del oficio: con Moratín, Mu- guiro y Gaulon nos encontramos en un Bordeaux comercial y burgués, muy le- jos del Madrid cortesano (y provincia- no) de sus primeros años, pero lejos también del Madrid represor del abso- lutismo borbónico tal como se vive a partir de 1824 y hasta la muerte de Fer- nando VII.
En los retratos de Goya destaca un de- seo de veracidad física, una actitud pro- fundamente antirretórica. Podía haber retratado a Silvela como un intelectual orgulloso de sí mismo, pero no lo ha- ce (Silvela, un emigrado, como Mora-
tín y Goya, escribió, entre otras obras, una Biblioteca selecta de literatura es- pañola). Moratín fue muy importante en la vida del artista, también en la vi- da cultural española, pero, si bien tras- ciende su familiaridad, su amistad, no percibimos ninguno de los rasgos que son propios del canon de la represen- tación del artista o del escritor de éxi- to. Destaca la tactilidad ósea de Silve- la, la agudeza de su nariz, de sus labios y de su barbilla, la penetración de su mirada, para don Leandro es la bon- homía de alguien que puede hablar del pintor en sus cartas con la confianza de quien le trata todos los días. El re- trato es una réplica de esas cartas: en el gesto del rostro y de la mano, en la nariz y las orejas, tan visibles, en los labios carnosos, alguien que recuerda, en su estructura física, al propio Goya. (Tenemos la tentación de pensar, ante este retrato de Moratín, en aquellos ar- tistas románticos que, pasada la agita- ción revolucionaria –en el caso de Es- paña la Guerra de la Independencia y los años del posterior absolutismo y el Trienio Liberal–, se aburguesan, se vuelven sobre su propia vida, sobre sí mismos, exilados a veces, Moratín, también Goya, y olvidan el énfasis ro- mántico que, sin embargo, sí mantie- nen todavía Gericault y Delacroix, por ejemplo. Un énfasis que ha desapare- cido por completo en el excelente re- trato burgués, muy posterior, que es Gustav Schiefler (h. 1915, Neukirchen, Nolde Stiftung Seebüll) [Cat. 19]), de Emil Nolde, testimonio de un género, por decirlo así, asentado y sólido.
El impresor Gaulón enseñó la técnica de la litografía al pintor en Bordeaux, pero su busto se encuentra a mucha distancia de la imagen del artista tal como la veían los pintores románticos más conocidos. Basta una mirada de suficiencia, el giro de la cabeza leve- mente elevada, la mirada y el perfil del busto bien determinado para hacer del Autorretrato de Delacroix (1842, Flo- rencia, Galleria degli Uffizi) (Cat. 12), un artista, el prototipo del artista ro- mántico. En eso se aleja de Goya, que persigue la individualidad física, y aní- mica (que también es física) de sus re- tratados, el paso del tiempo, su condi- ción personal más que los atributos de su papel social (que, por lo demás, ni ignora ni desprecia). Quizá sólo sea po- sible comparar los autorretratos del maestro aragonés con los de David, cu- ya densidad física no oculta la lucidez y empaque de la mirada, en un equili- brio que hace del artista francés pintor y burgués al mismo tiempo: Autorre- trato (1791, Florencia, Galleria degli Uffizi) (Cat. 14).
El retrato es género fundamental en el desarrollo de la modernidad que se ini- cia en el siglo ilustrado y se desarrolla en el ámbito de la burguesía caracte- rística del siglo XIX. Sin él, carecerían de una imagen de sí mismos, una ima- gen en la que mirarse y reconocerse. Sin él, ¿dónde percibir los valores que se muestran en la figura, en la percep- ción inmediata de uno mismo? El re- trato moderno se decantó finalmente por el neoclasicismo davidiano más es- tricto –España no fue una excepción a este respecto–, no tanto el que con- templamos en el Retrato de Henriette de Verninac (1799, París, Musée du Louvre) (Fig. 6), en exceso ideológico como para poder durar más allá de la época en la que fue realizado, cuanto el mucho más convincente del Retrato de Antoine Mongez y su esposa (1812, París, Musée du Louvre) (Fig. 7), por ejemplo, que permite apreciar las po- sibilidades realistas del retrato neoclá- sico, la condición de su verosimilitud, la eventualidad de una retórica de lo fidedigno que sea simultáneamente re- tórica social, del papel desempeñado socialmente (un rasgo fundamental pa- ra una burguesía que se ennoblecía en el cultivo de la antigüedad, las artes y las letras, y que, así, podía formar par- te de una aristocracia espiritual tan ele- vada como la de sangre). Quedaban atrás obras quizá inacabadas, como el Autorretrato del propio David (h. 1794, París, Musée du Louvre) o el Re- trato de Louise Trudaine (h. 1791- 1792, París, Musée du Louvre) (Fig. 8), más próximos a la sensibilidad actual, que nos indican la existencia de posi- bilidades diferentes de las aceptadas dentro de la misma pintura de David, diferentes de las que son característi- cas de los discípulos y seguidores de David.
El retrato osciló entre la retórica fide- digna del neoclasicismo davidiano y la energía del gesto que impuso Géricault en obras como Retrato de carabinero de medio cuerpo (1814 o 1817-1818, París, Musée du Louvre) (Fig. 9), tan- to más expresivo si, como afirman al- gunos autores, se trata del retrato ide- alizado de Horace Vernet, o Retrato de un carabinero (1814 o 1817-1818, Rouen, Musée des Beaux-Arts), posi- ble autorretrato, a su vez, del artista, al decir de algunos historiadores1. Gé- ricault abrió también otros caminos pa- ra el género en sus retratos exóticos de campesinos y de africanos, e igual- mente en la melancolía de los que se llamaron locos o monomaníacos (y en este punto se aproxima mucho a los di- bujos que realizó Goya, personajes más que retratos).
Unos y otros articularon la compleji- dad del retrato romántico, el retrato moderno por excelencia, en cuyo mar- co la obra de Goya parecía marginal (de hecho, los románticos que se «ali- mentaron» en algún momento del ar- tista aragonés, Delacroix por ejemplo, lo comprendían en un ámbito de ex- trañeza y marginalidad, una situación que no cambió hasta finales del siglo XIX y, sobre todo, en el siglo XX). La retratística davidiana satisfacía el de- seo de la burguesía moderna gracias a su capacidad para captar la tempora- lidad al modo de la intemporalidad –y esa fue la clave del «realismo» propio del neoclasicismo–, un presente (tem- poral) eterno. Poco más había que de- cir en esta dirección y era difícil decir- lo de mejor manera que David.
La deriva de Géricault, como la de De- lacroix, cultivó otros territorios del re- trato, territorios que, como el del ge- nio o el de los monomaníacos, podían resultar heterodoxos. Sólo lo eran de modo limitado: el exotismo, la energía y la alienación eran formas de domi- nar la temporalidad no menos que el genio del artista o del poeta. Cuando contemplamos esos retratos pensamos que son imágenes originalmente teme- rosas de la temporalidad y, por ello, necesitadas de recursos que puedan do- minarla. El genio proclama la eterni- dad de sus obras en la actitud superior o melancólica (o ambas) que adopta, construye un mito (romántico) del ar- tista. La Monomaníaca de la envidia (1819-1823) (Fig. 10), que conserva el Musée des Beaux-Arts de Lyon, esca- pa al tiempo en la figura de una ima- gen clínica, un caso. No encontramos esa pretensión de dominar al tiempo en los retratos de Goya, bien al con- trario, captarlo, sin adjetivos, es su tra- bajo.
El tiempo trabaja de maneras diversas y en todas direcciones, carece de los lí- mites de la unilateralidad. Nadie ha lu- chado con más denuedo que Picasso para dominar el tiempo, haciéndolo su- yo; testimonio magistral de esta pre- tensión es Mujer con mantilla (1917, Barcelona, Museu Picasso) (Cat. 17). Haciéndolo suyo, no expulsándolo al limbo de la intemporalidad sublime, al modo de neoclásicos y románticos. Pe- ro el tiempo se ha impuesto finalmen- te, se ha impuesto como decrepitud, lo ha hecho en los últimos autorretratos del artista como anciano, en la trans- formación de la modelo femenina en figura monstruosa. El tiempo se apo- dera de las facciones y del cuerpo, de la figura, transformándolos, sometién- dolos a una metamorfosis que revela su poder. Ese proceso se ha hecho efec-
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