Page 335 - Goya y el mundo moderno
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Sordo, nos podemos legítimamente plantear qué fue lo dado y qué lo reci- bido entre el pintor español y el am- biente italiano partiendo de la paradoja de que Goya era, al principio y con al- gunos límites, un seguidor para luego convertirse en un durísimo opositor a una línea de pensamiento artístico de la que Giaquinto fue un válido expo- nente.
Sobre este tema se ha evaluado repeti- damente una célebre tesis de Roberto Longhi, que atribuyó a Goya una par- ticipación en el ciclo de frescos reali- zados hacia mediados del siglo XVIII en la iglesia romana de la Santissima Tri- nità degli Spagnoli, de Via Condotti, ya que en estos trabajos están docu- mentadas la presencia de Giaquinto y de su alumno español Antonio Gon- zález-Velázquez. Este refinado alumno de Giaquinto realizó en la iglesia va- rias obras, por lo que su estilo es fácil- mente identificable y la vinculación con Giaquinto muy marcada. El trabajo más importante González-Velázquez lo realizó en la cúpula y en las pechi- nas. Su estilo es reconocible, pero al- gunas figuras de ángeles de la cúpula a Longhi le parecieron que se distan- ciaban del típico estilo de González- Velázquez, por una mayor calidad y una sensibilidad más acusada. Longhi piensa que fue Goya el ejecutor de es- tos ángeles, ya que no habría nada de malo en el hecho de que un joven pin- tor español residente en Roma haya co- laborado con un colega coterráneo en una obra artística como la de la San- tissima Trinità de Via Condotti, tan importante en la producción artística de esa época.
Este problema apasionó a muchos his- toriadores del arte, pero la cuestión to- davía está irresuelta. No aparecieron nunca documentos de archivos que pu- dieran confirmar la hipótesis de Long- hi y, además, en el análisis estilístico del fresco los estudiosos tienen posi- ciones diferentes. Hay quien piensa que la tesis es convincente y quien la con- sidera absurda e indemostrable. Pero lo que cuenta es la sustancia histórica del tema. Goya, que estaba en Roma en 1770, puede haber o no haber co- laborado con González-Velázquez en esta empresa, pero no hay duda de que en la hermosa iglesia alcanzó su ma- durez un fenómeno artístico que Goya debió de tener presente y que podría haber tomado como referencia, inclu- so si no actuó personalmente.
Los trabajos de la Santissima Trinità se pueden fechar, en lo que concierne a la mayor partes de la obras realiza- das, hacia mediados del siglo XVIII. Par- ticiparon muchos artistas y crearon un
ambiente, con retablos, frescos y va- riadas decoraciones, muy interesante y capaz de hacer entender bien cuál era la situación del arte en Roma poco an- tes de que los acontecimientos políti- cos relegasen el ambiente romano a una posición marginal, con el consi- guiente crecimiento del francés. Goya no era italiano y no era francés. No pertenecía a ninguna de las tradiciones artísticas que estaban por darse el re- levo y que habrían de decretar la pri- macía de la Academia de Francia en Roma y poco después la de los pinto- res de la Revolución.
En las obras de la Santissima Trinità no se nota ningún indicio de tiempos nuevos sino, por el contrario, se ad- vierte un sentimiento de total satisfac- ción y seguridad que infunde en el vi- sitante y en el feligrés una extraña im- presión de hecho cumplido que ya no se puede modificar o mejorar, algo que deja sustancialmente insatisfecho.
En el altar mayor de la iglesia destaca un magnífico retablo de Giaquinto, re- alizado en 1749, más de veinte años antes de la llegada de Goya a Roma. Se ve a la Santísima Trinidad y a un án- gel grandioso que libera a un esclavo de las cadenas. La liberación de las es- clavitud era una de las misiones de los Padres Trinitarios y por lo tanto el cua- dro tenía una valencia política que hoy no se percibe claramente. La pintura es una obra maestra de gracia y lumino- sidad. Las imágenes del ángel y del es- clavo emanan la misma plenitud y fe- licidad. No hay alguna relación entre la historia real y el arte, y la obra vale por su belleza intrínseca más que por el mensaje que transmite. Todas las obras de arte realizadas para esta igle- sia tienen el mismo carácter, si bien los estilos de los autores son muy diferen- tes. Hay, por ejemplo, un refinado ar- tista que luego tuvo fama internacio- nal, Andrea Casali, quintaesencia del patetismo y de la languidez; hay un se- vero pintor con un lejano parentesco de la noble escuela de los Carracci, Ga- etano Lapis, que representa como me- jor no es posible la compostura y la compunción del verdadero pintor reli- gioso, nítido, pulcro, amable, irre- prensible en la representación de la de- voción y la santidad; hay un potentísi- mo maestro del Barroco, más clamo- roso y grandilocuente, Gregorio Gu- glielmi; hay un áspero y doliente pin- tor que despreciaba la superficialidad y la facilidad retórica, el romano Mar- co Benefial. González-Velázquez actúa en ese contexto. Sigue el estilo de Gia- quinto, aunque es un poco menos lu- minoso y resplandeciente. Pero se pre- senta como un artista meritorio en per-
fecta armonía con un clima cultural ca- da vez más lejos de un compromiso con los verdaderos dramas de la exis- tencia.
Goya conoció bien esta cultura y apa- rentemente se sumó a ella en los años juveniles aunque, como un verdadero español, ya se había acercado a la vi- da real en sus primeras pruebas artís- ticas, en las que una delicada pasta cro- mática brilla en sus pinturas, delica- damente formuladas como si tuvieran que desempeñarse como venturoso acompañamiento de una vida noble y intachablemente serena, como se ve por ejemplo en el ciclo de 1774 para la ca- pilla de la Cartuja de Aula Dei en Za- ragoza.
Pero él no era así. Su origen era hu- milde pero sus estudios habían sido buenos, favorecidos además por haber podido ver en su adolescencia a maes- tros como Mengs y Tiepolo, que lle- garon a Madrid a principios de los años Sesenta del siglo XVIII, rivales me- morables y grandes artistas. Pero no queda claro cómo Goya haya podido trastocar los presuntos supuestos de su educación y convertirse en esa especie de artista político, hosco, tenebroso y potentísimo en su expresión, especial- mente si se considera que las tantas anécdotas que se fueron acumulando sobre él delinean un carácter rebelde y violento, si bien parecen haber sido, en buena medida, inventadas o poco aten- dibles.
Para nosotros Goya es el gran cantor de los cartones para los tapices reales, donde la dorada vida de la Corte está representada con un espasmo de ho- rror y repulsión que transforma a las personas en muñecos átonos e incons- cientes; es el de las Brujerías, del Co- loso, o de tantos retratos en los que pa- rece que el pintor ha devorado el alma de los personajes para encadenarlos a un grotesco destino; o es el autor de los Fusilamientos del tres de mayo de 1808, los Caprichos, la Tauromaquia, los Disparates.
Vivió en la edad del Romanticismo y del Neoclasicismo, pero Goya no es ni lo uno ni lo otro. No participa en la evolución de la vertiente dominante en- tre fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX del Neoclasicismo con sello ítalo-francés. No es un revolucionario ni un conservador, por lo menos des- de el punto de vista figurativo. Pero es un furibundo intérprete de una suerte de desesperación general que emana de la conciencia del individuo y que pa- rece querer prescindir de la inmediatez de la historia para elevarse y colocar- se en un plano de tormento universal y sobrecogedora desilusión. No ha po-
dido tener un impacto sobre el desa- rrollo del arte italiano del Ottocento quizá porque, aun estando brevemen- te presente en Italia, no había encon- trado material de interés y había con- siderado los modelos italianos como desechos superados y escarnecidos por el tiempo. En un libro muy importan- te de 1999, Goya. The last Carnival, los autores Victor I. Stoichita y Anna Maria Coderch relacionan la inspira- ción goyesca con la tradición de la lo- cura madurada en el mundo humanis- ta noreuropeo que, inaugurada por el libro La nave de los necios de Sebas- tián Brant a finales del Quattrocento, literalmente estalla en la obra del mar- qués De Sade. La suya es una apoteo- sis demoníaca del mundo perverso que se debe interpretar en una acepción que no es la de la pedestre metáfora sexual de la sumisión que genera el placer, si- no como la proyección universal del malestar de la existencia en un orden social que no permite la idea misma de trasgresión y condena a la perdición al individuo que se descarría.
Es la lógica goyesca, como fue clara- mente expresada en el célebre anuncio del Diario de Madrid del 6 de febrero de 1799 que anuncia la publicación de los Caprichos. En el memorable texto es clara la tesis de que la colección de los sublimes e inquietantes grabados emanan de la firme certeza de Goya de que un digno y necesario campo de re- presentación de la pintura puede y de- be ser la crítica de los errores y de los vicios humanos a través del ennoble- cedor mensaje de la imagen. El Diario dice que este tipo de arte tiene un sen- tido educativo profundo, más aún, es la lucha misma contra la ignorancia. Es un enfoque estético que no perte- nece a la cultura figurativa italiana o que no le pertenece en el sentido go- yesco, ya que es innegable que hay una función didáctica y formativa en la his- toria de la pintura y de la escultura en Italia en la segunda mitad del Sette- cento, aunque sobre todo en clave doc- trinaria católica más que como mani- festación de un libre pensamiento que critica las distorsiones que condicio- naban todo el encuadre figurativo. Por consiguiente, era obligatorio tomar co- mo referencia las premisas de la ico- nografía consolidada, sacra o profana, con pequeños desvíos progresivos que, cuando imponían su sello, se debían a la inspiración de pintores refinados co- mo lo fueron, por ejemplo, Felice Gia- ni, Marcello Leopardi, Giuseppe Ca- des y pocos otros, viradas que en al- gunos aspectos marchaban paralelas a la evolución goyesca, aunque estaban muy lejos de aquel mundo doloroso.
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