Page 336 - Goya y el mundo moderno
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Por lo tanto no se puede hablar de sin- tonía con el universo goyesco en Italia antes de fines del Ottocento, cuando las imágenes distorsionadas y trágicas de los derrelictos y los marginales en- tran en el discurso figurativo de nues- tro país. Pero no por el influjo goyes- co sino por la adhesión a los ideales so- cialistas, que generan una obra maes- tra como el Cuarto Estado de Pellizza da Volpedo (exactamente cien años después del citado Diario di Madrid), en el que la calidad «clásica» se pre- serva gracias a una perfecta realización pictórica; o, en los delirios de la Ciu- dad que sube de Boccioni, también de un nivel altísimo de calidad, nacida de la angustiante disputa entre lo Antiguo y lo Moderno, que se vivía con gran in- tensidad en el ambiente futurista. Re- cién en este momento el arte italiano descubre la dimensión goyesca sepul- tada en los meandros de la conciencia revolucionaria, ya latente en el Resur- gimiento italiano.
Serán los exponentes de la escuela ro- mana de los años Veinte y Treinta del Novecientos los que encontrarán un carácter goyesco, paralelamente a las impresionantes experiencias literarias de Moravia, y pocos más. En esta es- cuela romana resurge la dimensión trá- gica de la vida, según el principio de la máscara goyesca que fijada en el in- dividuo lo destruye hasta hacer ex- plotar el inexorable terror, con una ló- gica figurativa que solamente el cine y el video musical, en las formas del Zombie y de la idea del muerto vi- viente que también tocan el grotesco y la burla, han podido representar nuevamente a tanta distancia de un ar- tista como Goya.
Sin embargo, no hay duda de que una vertiente goyesca atraviesa pintores co- mo Mafai, Scipione, Ziveri. Como Mo- ravia, estos artistas representan una hu- manidad, no tanto de máscaras sino de monstruos metafísicos, que son una di- recta emanación del temor a la disolu- ción de la ciudad eterna, que ya no es capaz de reconocerse a sí misma des- pués de las agresiones de las vanguar- dias históricas, que buscaban otras ra- íces y tradiciones a las que enlazarse pa- ra adquirir el estatuto de dignidad y or- gullo al que Goya aspiró. Luego él bu- ceó en la nada de la Quinta del Sordo, pero lanzando una advertencia terrible a todos los que, de tiempo en tiempo, tienden a identificar el presunto pro- greso del confort social para algunos y de la desesperación para otros, como el cumplimiento de los objetivos de una existencia que cree poder conjurar el mal calificándolo como la sede directa de lo feo y lo reprobable.
El trabajo del tiempo. Retratos
Valeriano Bozal
La extensa trayectoria artística y bio- gráfica de Francisco Goya (1746-1828) hace de él un pintor complejo. Si en los primeros años su pintura puede iden- tificarse con el rococó tardío caracte- rístico de la segunda mitad del siglo XVIII, en los últimos años del siglo es otro el sentido que alienta en su obra, tanto en sus óleos y dibujos cuanto en sus grabados. Las pinturas «por capri- cho» que envía a Bernardo de Iriarte en 1794 marcan un punto de inflexión en su trayectoria: cuadros de gabinete en los que, escribe el propio artista, «he logrado hacer observaciones a que re- gularmente no dan lugar las obras en- cargadas».
Goya, que salía de una enfermedad, so- bre cuya naturaleza no existen más que suposiciones pero que, en todo caso, era grave, deseaba mostrar a sus com- pañeros de la Academia de Bellas Ar- tes de San Fernando su capacidad pa- ra seguir pintando y, por tanto, man- tener su nivel profesional, por así de- cirlo, un nivel al que le había costado mucho llegar, pero también ponía de manifiesto una necesidad que hasta ahora habían tenido pocos artistas: pintar con libertad, por gusto, refle- xionar, ocuparse de temas que estaban fuera y más allá de los encargos. Goya quería ser un pintor moderno, aunque, naturalmente, no emplease semejante terminología. El camino para lograrlo iba a ser largo.
Si a partir de ahora no todo es por completo distinto, sí es bastante dife- rente. No todo es distinto pues, tras su enfermedad, Goya continúa haciendo obras por encargo, retratos por ejem- plo, aunque ahora con un sello perso- nal por el que destacan sobre la pintu- ra de su tiempo: el retrato de Sebastián Martínez (1792, Nueva York, Mo- MA), el comerciante ilustrado en cuya casa convaleció de la enfermedad, y en la que posiblemente tuvo acceso a pin- turas y grabados ingleses, franceses e italianos, los dos retratos de la Du- quesa de Alba, de blanco y de negro (1795, Madrid, colección Alba, y 1797, Nueva York, Hispanic Society), y los retratos de Gaspar Melchor de Jo- vellanos (1798, Madrid, Museo Na- cional del Prado) (Fig. 1), el ministro ilustrado que no pudo llevar a cabo sus proyectos, Ferdinand Guillemardet (1798, París, Musée du Louvre), As- censio Julia «El Pescadoret» (1798, Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza) (Cat. 4), su ayudante en la decoración de la iglesia madrileña de San Antonio de la Florida, retratado como un pin-
tor y un trabajador. Sí, es todo, ya, bas- tante diferente, no sólo en las pinturas, en las que predomina el encargo, tam- bién en los dibujos que realiza en San- lúcar (1796 o 1797) y Madrid (1797), algunos de los cuales dieron pié a los dibujos preparatorios para los Capri- chos (1798) y, finalmente, a las es- tampas de éstos, a la venta el 6 de fe- brero de 1799.
Los Caprichos, una colección de ochenta estampas, responden a una de- cisión personal, y arriesgada, del artis- ta. Podían ser adquiridos por todo aquél que tuviese dinero para hacerlo, y para hacerlo no tenía más que ir a la tienda donde se vendían, en los mis- mos anaqueles que los perfumes y los licores. Sus temas, nadie que no fuera el mismo artista los habría inventado, y de su sentido crítico, agudo y bri- llante, irónico, dice mucho que pron- to estuvieran en el ojo de la Inquisición, y que el artista se apresurara, por ello, a retirarlos. Había público, el que com- praba las estampas, mercado (aunque fuera precario), un artista con sentido crítico, acceso a sus obras y poderes in- satisfechos con lo que en ellas se re- presentaba: la situación es sumamente conocida como para que insistamos en ella.
Decimos que todo es ahora, en los úl- timos años del Siglo de las Luces, dife- rente, porque, a pesar de las dificulta- des, todo empieza a responder a las in- tenciones y expresión de un artista que reflexiona sobre su propia condición en tanto que pintor y, además, por qué no decirlo, en tanto que intelectual. Si en el Autorretrato en el taller, de 1794- 1795 (Madrid, Real Academia de Be- llas Artes de San Fernando) (Fig. 2), destaca el artesano que es el pintor, no esconde sin embargo el recado de es- cribir que aparece en la mesa del se- gundo término: algo que corresponde más al intelectual que al artista. Es épo- ca de autorretratos. El que realiza h. 1795-1797, que conserva el Metropo- litan Museum of Art de Nueva York, es testimonio inolvidable de la expre- sión individual, poderosa en su fron- talidad, la intensidad de la mirada y el volumen de la cabeza: un esfuerzo por representarse como el individuo que es, como el sujeto que es. Sujeto de sus propias obras en el frontispicio que abre los Caprichos, orgulloso en la afir- mación de un oficio que practica, pe- ro también un burgués con cierta ele- gancia indumentaria –conveniente- mente tocado, con chalina y pañuelo: un hombre de mundo–, pero sobre to- do con el empaque de aquél que está seguro de sí mismo: por la obra que son las estampas de los Caprichos, la
verdad en el mundo de la noche. También viste con cierta elegancia el pañuelo y la chaqueta verde del auto- rretrato que conserva el Musée Goya de Castres, pintado entre 1797 y 1800 (Fig. 3): lo que ahora más destaca es la mirada penetrante tras los lentes, la mi- rada de alguien que se dedica tanto a escribir como a pintar –con lo manual que corresponde a la pintura–, que de hecho está escribiendo al pintar, al di- bujar los dos primeros álbumes, San- lúcar y Madrid, y de inmediato el Ál- bum C, al que se ha llamado «álbum diario», allí donde se recogen, escri- biéndolas/dibujándolas, las impresio- nes y reflexiones de cada día. (Que las leyendas de los dibujos del álbum fue- ran ocurrencias de Goya o de algunos de sus amigos, Moratín por ejemplo, poco importa ahora: el artista las hizo suyas, como reflexiones sobre las imá- genes y la realidad que representaban, al incluirlas en sus dibujos.)
Los autorretratos no sólo muestran la evolución de un artista que cambia sus concepciones y se hace un intelectual, alguien que reflexiona críticamente so- bre la realidad en la que se encuentra, los autorretratos recogen también otra marca: la que deja el tiempo. En todos los mencionados está presente el tiem- po, la energía o el deterioro físicos, qui- zá sea bueno comparar los autorretra- tos citados con el que pintó en 1815 (Madrid, Museo Nacional del Prado) (Cat. 11) para darnos cuenta de que el tiempo es el verdadero protagonista de las pinturas. El tiempo ha dejado su huella en las facciones, cabe decir que las ha hecho, las ha construido y mol- deado. No se pueden achacar a enfer- medad alguna, a un estado de ánimo singular, es el estricto pasar del tiem- po en la carne del rostro, en la mirada, en el gesto. Goya es un pintor de cuer- pos y de carnes, un pintor de tiempos. Goya no volverá a ser el mismo después de los últimos años del siglo XVIII, y no porque, al menos en un sentido, no con- tinuase siendo el mismo –un pintor que aceptaba encargos y cobraba un suel- do de la administración regia, un «pin- tor del rey»–, sino porque junto a esos encargos creció una obra poderosa y abundante que seguía siendo “por ca- pricho”, ahora en un sentido quizá más profundo del que expresó a Iriarte en 1794, y no como pretexto u ocurrencia sino sistemáticamente. Una obra que, por otra parte, tampoco podía ignorar la de encargo, que acusó su presencia incluso en los más «comprometidos», los oficiales, como La familia de Car- los IV (1800-1801, Madrid, Museo Nacional del Prado) (Fig. 4): basta con- templar los bocetos para darnos cuen-
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