Page 331 - Goya y el mundo moderno
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sa dimensión programática del traba- jo de Goya, que él mismo resalta tan- tas veces, es algo más que un error, creo yo, es un anacronismo. Su negrura nos lo hace contemporáneo: es su fe en el progreso político lo que lo aleja de no- sotros. Nos estremece porque ha escri- to «Yo lo vi» al pie de una escena de horror, pero nos desconcierta cuando en una estampa alegórica en la que la Libertad irradia rayos cegadores ase- gura: «Esto es lo verdadero». Su radi- calismo insobornable se nos convierte en una ingenuidad más evidente por- que no tiene reparo en servirse de refe- rencia religiosas: ese hombre con capa y sombrero que se arrodilla ante la «Di- vina Libertad» es sin duda el propio Goya, y parece estar orando devota- mente a una imagen sagrada. El metó- dico sarcasmo ilustrado queda en sus- penso ante la idea misma de la ilustra- ción, y eso en unos tiempos en los que habría parecido no sólo vencida por el regreso brutal del absolutismo, sino también desacreditada por tantos crí- menes como los ocupantes franceses habían cometido en su nombre, y tam- bién por la incapacidad de los liberales españoles para resistir con eficacia con- tra la tiranía y establecer una sólida or- ganización política, más allá de los as- pavientos doctrinarios y los vapores de la palabrería.
Herederos de la devastación ideológi- ca del siglo XX, nosotros ya no sabe- mos imaginar que sean compatibles la integridad estética y moral y la lealtad a una causa política. La mayor parte de los héroes intelectuales han resulta- do estafadores. Los campeones del compromiso por la emancipación no han tenido el menor escrúpulo en co- brar de la policía o en convertirse en acólitos de los tiranos. El siglo en el que se han desbordado las visiones más cruentas de los Desastres de la guerra ha sido también el de los grandes pres- tidigitadores especializados en no mi- raryennover,oenmirarloquetení- an muy lejos y no lo que estaba delan- te de sus ojos, o en ver sólo una parte del sufrimiento, una cara del horror, o en no ver más allá de las propias y va- liosas narices. Picasso hizo el Guerni- ca y el Sueño y mentira de Franco (Cat. 146, 147), pero suscribió sin ningún apuro todos los manifiestos que le pa- saban a la firma los delegados france- ses de Stalin: en su Masacre en Corea hizo algo peor que trivializar la heren- cia visual de Goya y de Manet, la uti- lizó en beneficio de una obtusa propa- ganda política. H.G. Wells, el gran adalid internacional de la justicia, pro- bablemente fue testigo en su viaje por Ucrania a principios de los años trein-
ta de escenas de hambre como las que veía Goya en el Madrid de 1811, pero se guardó mucho de contarlas, o llegó a la maestría suprema de no verlas si- quiera. Primo Levi cuenta que cuando los primeros soldados rusos llegaron al campo de Auschwitz apartaban los ojos de los prisioneros, como si les die- ra vergüenza pertenecer a la Humani- dad. «No se puede mirar», habrían di- cho, igual que Goya, que retrató tan- tas veces ese gesto, ese instante en que una cara se aparta para no ver lo que unos seres humanos son capaces de ha- cerles a otros, igual que retrató la fría decisión de no mirar con la que tantos ciudadanos perfectamente honorables de Europa asistieron a la desaparición y asesinato de una parte de sus seme- jantes, preguntándose tal vez «si son de otro linaje», como esos dos caba- lleros que pasan conversando junto a una pila de agonizantes o de muertos de hambre. Osemiraonosemira.Sisecuentasó- lo una parte de la verdad se está min- tiendo. Lo supo George Orwell cuan- do se rebeló contra la ceguera parcial de la izquierda que veía los crímenes de Hitler pero no de Stalin y tuvo que aceptar que se quedaría solo, tan solo como Camus unos años más tarde, o como André Gide en 1936 cuando fue a la URSS, invitado con toda pompa para pronunciar el elogio fúnebre de Gorki, y comprendió que la decencia le obligaba a mirar lo que en viajes an- teriores no había sabido o querido ver y a contarlo con toda claridad, sin ha- cer caso de quienes le calumniaban, ni tampoco de quienes le decían que con- tar ciertas cosas era dar armas de agre- sión al enemigo. ¿Del lado de quién es- tá una persona que se niega a cerrar los ojos, y que ve tomar partidos adversos a sus amigos mejor intencionados? El precio de mirar de verdad y de contar lo que uno ha visto es con mucha fre- cuencia la soledad, aunque no siempre la misantropía. En 1824, cuando llegó Goya al destierro en Burdeos, con ca- si ochenta años, Moratín lo retrata co- mo un viejo ya muy dañado por la edad, pero también lleno de ánimos, de una energía que imaginamos brus- ca e incansable, como la de ese ancia- no del «Aun aprendo» (Fig. 8). Parece nuestro contemporáneo pero pertene- ció a una época menos narcisista y por lo tanto menos quejumbrosa que la nuestra: había vendido sólo treinta ejemplares de los Caprichos, pero los Desastres de la guerra, a los que había dedicado tanto tiempo y una entrega tan profunda, ni siquiera llegó a verlos publicados; El Dos de Mayo y Los Fu- silamientos apenas debieron de gustar
a nadie y acabaron pronto en un al- macén. El engaño óptico de la posteri- dad nos hace imaginarlo como un ar- tista consciente de la veneración que el porvenir iba a volcar sobre él, sin re- parar en el hecho de que para que un elogio sirva de algo es imprescindible que su destinatario no haya muerto. El linaje de Goya en el arte moderno es probablemente más rico que el de ningún otro pintor, pero no es menos poderosa la corriente subterránea que sentimos viniendo de él cuando tante- amos la posibilidad, ahora tan desa- creditada, de un arraigo de las artes de la imaginación en el relato verídico del mundo, o incluso de su influencia edu- cadora o humanizadora, que a Goya le importaba tanto. Encuentro el ejemplo de Goya en la valerosa obscenidad con que James Joyce, en Ulises, retrata a Leopold Bloom defecando mientras lee el periódico, o con la que Vladimir Na- bokov cuenta el momento en que Humbert se corre debajo de su digno batín cuando Lolita, atolondradamen- te, sin saber nada todavía, se le sienta en las rodillas. Los curas que arrastran un burro muerto en Un Perro Andaluz vienen de Goya, pero también reco- nozco su risa y su ternura trágica en los mendigos de Viridiana y en los ni- ños golfos de Los Olvidados. En Vida y Destino Vassili Grossman imaginó lo que nadie pudo ver y contar luego, el momento en que se han cerrado las puertas en una cámara de gas y los condenados empiezan a notar la asfi- xia amontonados en la sombra. Sabía, como Goya, que cuando no quedan testigos sólo la ficción puede contar la verdad, y lo mismo que él no se per- mitió el lujo del cinismo. En un dis- curso memorable uno de sus persona- jes parece que nos dice también: «Es- to es lo verdadero», y habla de una es- peranza que sobrevive al horror y re- side en la bondad humana, la verda- dera, la que hay a veces en los perso- najes de Chejov, no el Bien abstracto en nombre del cual se comenten los crí- menes. (Pero Grossman murió pen- sando que su libro, confiscado por el KGB, ya no existía).
En su mediocre Noche de Guerra en el Museo del Prado Rafael Alberti mani- puló como monigotes a los personajes de Goya justo al servicio de lo que Go- ya hizo tanto por desbaratar, las men- tiras de la propaganda. Mucho más cercano a su ejemplo de mirada inco- rruptible fue Arturo Barea, que sin du- da pensó en Goya al contar en el últi- mo volumen de La Forja de un Rebel- de el espectáculo degradante de los ma- drileños que en el verano de 1936 sa- lían en familia por las mañanas a ver
en las cunetas y en los descampados de Madrid los cadáveres de los fusilados durante la noche, llamándoles besugos porque tenían las bocas muy abiertas y los ojos desorbitados, poniéndoles a veces entre los labios cigarrillos en- cendidos o churros. A diferencia de Al- berti, Barea sabía, como Orwell y Grossman, que la brutalidad del ene- migo no justificaba la del propio ban- do, y que un crimen no envilecía me- nos si era cometido en nombre de la justicia o de la revolución. Por supuesto que Barea acabó también en el destie- rro, y que su nombre, como el de Or- well, fue tan incómodo para los unos como para los otros. Pero esa es la lec- ción permanente de Goya, el secreto verdadero de su originalidad. Por eso nos sigue interpelando todavía, desa- fiándonos a repetir un atrevimiento que nadie había tenido antes que él, que na- die ha llevado tan lejos.
Una monstruosidad grotesca Modernidad y ambivalencia
en Francisco Goya y Francis Bacon Susanne Schlünder
Ante la excepcional complejidad y ca- rácter ocasionalmente contradictorio propio del arte de Goya, resulta impo- sible reducir la influencia/poder de su obra a un solo aspecto, pues tanto los temas y géneros desarrollados por el artista, como los estilos y su forma de proceder son muy diversos: diferentes las pinturas que realiza en tanto que pintor de la corte de las que hace con carácter privado. Entre el gran núme- ro de aspectos que cabe estudiar, des- tacar solamente uno, su modernidad –señalado ya por diversos autores (Licht, Bozal), así como por la última exposición realizada en Berlín–,1 po- dría parecer contradictorio, y sin em- bargo no lo es. Precisamente, la diver- sidad y discontinuidad, la polifocali- dad tan característica de Goya, todos ellos rasgos propios de la modernidad, son los que han determinado el arte ya desde 1800.2 Entendemos la moderni- dad como un campo de fuerzas con- trarias, de corrientes antagónicas a mo- do de un todo ambivalente,3 y la idea de dispersión, de diseminación de for- mas y contenidos es, en este sentido, la más adecuada para aproximarnos es- téticamente a la esencia de ese mo- mento. Entender a Goya como figura clave, en cuya obra se pone de mani- fiesto el carácter específico de la mo- dernidad significa ante todo dos cosas: en primer lugar, implica retomar los principales temas del artista aragonés a los que alude la exposición de forma
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