Page 330 - Goya y el mundo moderno
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misma forma de verdad. Pero tampo- co asistió Manet al fusilamiento en Mé- xico del emperador Maximiliano, y menos aún Picasso en el bombardeo de Guernica, y sin embargo en el impac- to que nos causan no queda ningún res- quicio para los juegos de manos y las vaguedades de la ficción, igual que en otra obra de arte suprema de la narra- ción de la verdad, Luces de Bohemia, donde también hay una madre que gri- ta bíblicamente con su hijo muerto en brazos.
El Dos de Mayo (Fig. 6) y Los Fusila- mientos (Fig. 7) nos parecen más ver- daderos porque no hay bocetos, ni fuentes literarias precisas, ni antece- dentes visuales. Pero la comparación con el Fusilamiento de Maximiliano de Manet nos puede ser muy útil para ve- rificar el modo en que una imagen que sabemos a ciencia cierta construida se impone a nosotros con la inmediatez de la fotografía tomada por un testigo. Hay otra circunstancia útil: Goya es un precedente de Manet, un modelo en el que sin la menor duda se inspiró, igual que se inspiró tan provechosamente en La Maja Desnuda para su Olimpia («Ahora vais a mirar de verdad a una mujer desnuda», parece decirnos: no una diosa, ni una alegoría de algo que os permita cultivar la lascivia y man- tener el decoro, vais a mirar sin coar- tada). Pero la inspiración, en ambos ca- sos, no es tanto formal como de acti- tud y de método: es preciso contar lo sucedido aunque uno no lo haya visto con sus propios ojos, aunque se base en testimonios ajenos, a veces de se- gunda o tercera mano, o utilice mode- los o motivos tomados de la tradición. Es preciso contar las cosas tal como su- ceden no en los mundos ideales de la mitología o de la historia sino en el tiempo presente, sin las veladuras po- éticas del estilo, sin las certezas co- rruptoras de la propaganda, a la mis- ma luz cruda de nuestra existencia co- tidiana.
Hace dos años hubo en Nueva York una exposición admirable sobre Ma- net y sus diversas versiones del fusila- miento de Maximiliano. Se podían ver los materiales que le sirvieron de pun- to de partida, entre los cuales, curio- samente, no había ningún testimonio visual. Vio tal vez las fotos del cadáver en el ataúd, de su camisa agujereada y del sombrero ancho que Maximiliano llevaba, pero no del fusilamiento en sí, porque esas cosas no se fotografiaban, y porque nadie hizo un dibujo de la es- cena, que sin embargo se representó tanto. Leyó relatos en la prensa, abun- dantes pero contradictorios, ninguno de primera mano, porque el hecho ha-
bía sucedido en un lugar remoto y ca- si sin testigos. Que el cuadro del fusi- lamiento de Maximiliano no es un do- cumento, sino una composición, un proceso de averiguación y conjetura, resulta aún más evidente porque Ma- net pintó tres versiones y no llegó a dar ninguna por definitiva. Trabajó, como Goya, a distancia –Goya a seis años de distancia en el tiempo, Manet más cer- ca en el tiempo pero mucho más lejos en el espacio, teniendo que imaginar un país en el que no había estado–, pe- ro también, igual que Goya, con una cercanía emocional alimentada de con- vicción política y deseo de saber. Para Manet la verdad inicua del fusila- miento de Maximiliano era un antído- to contra la pompa pesada y embuste- ra de Napoleón III, contra su vacua re- tórica imperial, tan caduca como el ar- te académico que patrocinaba, y de- bajo de la cual se escondían los intere- ses monetarios más sórdidos. En El Dos de Mayo y en Los Fusilamientos Goya declara una intención de propa- ganda –«ardientes deseos de perpetuar por medio del pincel las más notables y heroicas acciones de nuestra glorio- sa insurrección contra el tirano de Eu- ropa»– sin duda acentuada por la ne- cesidad de hacer méritos en la nueva situación política creada en 1814 por el regreso de Fernando VII, pero lo que pinta no se corresponde con sus pro- pias palabras, y menos aún con repre- sentaciones habituales del heroísmo o del sacrificio patriótico.
No hay que ceder a la comodidad ca- si inevitable de dar por sabidos esos dos cuadros. No se puede conformar uno con consultar una vez más las re- producciones y creerse por culpa de ellas que se los sabe de memoria, igual que cree, por ejemplo, que se sabe Cri- men y Castigo o la Novena Sinfonía o el David. En este mundo anestésico de simulacros virtuales de todo hay que ir al Museo del Prado y que llegar a la sa- la donde están, el uno junto al otro, Los Fusilamientos y El Dos de Mayo, y quedarse parado delante de ellos to- do el tiempo que haga falta, procu- rando ignorar las sucesivas invasiones de grupos de turistas y más aún las ex- plicaciones de los guías, sobre todo si están hechas en idiomas que uno en- tiende. El efecto siempre es devastador. No es posible edificar ninguna épica, ningún relato ejemplar sobre estas imá- genes, que dañan con la irreparable fu- ria de un ácido todas las representa- ciones de heroísmo o de nobleza béli- ca ideadas antes o después, todas las montañas de palabrería enfática y los espectáculos de masas sublevadas o de sobrios y eficientes ejércitos que se han
derramado sobre el mundo en los últi- mos dos siglos: pinturas de historia, grupos escultóricos, masas de obreros avanzando hacia la victoria, desfiles marciales, sacrificios generosos, him- nos, discursos, kilómetros de versos. Todo es tan grotesco por comparación con estos dos cuadros como la prosa administrativa con que las autoridades de Madrid animaban en 1814 a con- vocar un concurso de pintura dedica- do a exaltar «el momento feliz, aun- que sangriento, en que el pueblo Es- pañol pasó de la ominosa esclavitud a la bienhechora libertad».
La inepta retórica municipal es sus- tancialmente la misma que ha servido para enviar al matadero a no sabemos cuántos millones de víctimas en cual- quier lugar del mundo, en nombre de cualquier idea y en beneficio de cual- quier contratista de uniformes o de ra- ciones de rancho. Los momentos feli- ces y sangrientos, afirma Goya por pri- mera vez, y también para siempre, no existen, a no ser para los verdugos, o para los aprovechados del suplicio de otros. En El Dos de Mayo la «glorio- sa insurrección» es el motín de una chusma que rodea a unos cuantos mi- litares a caballo y acaba con ellos por la pura fuerza del número y se ensaña con sus cadáveres todavía calientes. Goya, tan atento en la pintura de la mi- rada humana, pinta aquí ojos que ca- si se salen de las órbitas a causa del pá- nico o de la borrachera de la violencia física. Todo es al mismo tiempo atroz ybanalyanadieselevepasar«dela ominosa esclavitud a la bienhechora li- bertad», sino tan sólo de la vida a la muerte, de la condición humana a una animalidad al mismo tiempo aterrada y homicida. El centro de la escena es un hombre que continúa apuñalando a un cadáver y que probablemente no tardará en morir de una manera ato- londrada y espantosa él también. La única nobleza está en la mirada de los caballos que muy pronto habrán sido desventrados por las navajas ávidas de más sangre.
No es que Goya mire sin tomar parti- do. Es que sabiendo que hay inocentes y culpables y verdugos y víctimas tam- bién sabe que, una vez desatada, la vio- lencia humana es un fuego que lo arra- sa todo alimentándose de lo que es pe- or en nuestra condición. El Dos de Ma- yo y Los Fusilamientos no son tanto dos episodios sucesivos como el haz y el envés y los dos polos de una co- rriente de desgracia que durante seis años ha seguido arrasando al país y, lo que es peor aún, lo ha encauzado en un porvenir de bárbara tiranía, pobre- za y discordia civil. Los que matan por
la mañana mueren por la noche. La fu- ria homicida dará paso no al ennoble- cimiento espiritual del martirio sino al puro terror. El hombre que hinca la na- vaja en el vientre del caballo y recibe en la cara el chorro caliente de su san- gre viste un pantalón amarillo y una camisa blanca idénticos a los del pa- triota que abre los brazos delante de los fusiles. En cuanto a los soldados franceses, su disciplina y su eficiencia les sirven para lo que han servido las mismas celebradas virtudes a todos los ejércitos, lo mismo en Madrid en 1808 que en Asturias en 1934 o en Ucrania en 1941 o en Vietnam en 1968, para masacrar a civiles desarmados.
Otros eligen no mirar, o mirar sólo de un lado. Goya, desde el cuaderno que dio lugar a los Desastres de la guerra, afila al máximo lo que ya había estado incluso en los cartones para tapices y lo que se acentuó después de la enfer- medad que lo dejó sordo cerca de los cincuenta años: mirar siempre, mirar- lo todo, con la convicción insoborna- ble de que sólo la verdad merece ser contada, de que no hay excusas para suavizar o tergiversar lo que se ha vis- to, aunque se pretenda hacerlo en nom- bre de un bien o de una causa superior. Pero en modo alguno es un nihilista que se complaciera sombriamente en la degradación salvaje de los seres huma- nos, como lo han sido alguno de sus discípulos o imitadores en el siglo XX. Tan ajena como la irracionalidad ruti- nariamente onírica de los surrealistas le es la crueldad morbosa de Grosz en sus caricaturas de ricachones y milita- res y en sus dibujos de crímenes se- xuales de los años veinte, que tantas ve- ces se califican de «goyescos». Volve- mos a la percepción de Baudelaire: en los rostros más bestiales de Goya hay siempre un rastro de humanidad, y por eso nos inquietan más todavía, porque vemos en ellos la cercanía con nosotros mismos, nuestra propia capacidad de volvernos monstruosos o de sucumbir a una invasión de sombras que no tie- ne nada de fantástica, porque está den- tro de nosotros o viene de personas que se nos parecen mucho, no de máscaras confinadas en el reino de lo grotesco. Y eso que el mismo Baudelaire llama admirablemente en un poema cauche- mar plein de choses inconnues, lejos de ser una condición natural o congénita de la psique humana, tiene siempre en Goya un reverso de afirmación políti- ca que muy pocos de sus imitadores quieren percibir: la convicción, para nosotros inevitablemente ingenua, de que las luces del conocimiento pueden despejar las pesadillas y mejorar la vi- da humana. Prescindir de esta vigoro-
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