Page 329 - Goya y el mundo moderno
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  mundo desatado de los sueños para él no es de liberación sino de amenaza, y sus monstruos no son el fruto de un irresponsable delirio personal sino de una enfermedad civil que tiene oríge- nes precisos y que hasta cierto punto podría ser remediada, dentro de los lí- mites de la fragilidad humana, y de las tendencias al parecer congénitas de la especie humana a la crueldad y el error. Anthony Julius ha distinguido muy cui- dadosamente el propósito militante de Goya del afán de provocación pueril o transgresión de tantos artistas con- temporáneos que dicen seguir su ejem- plo, y que fingen enfrentarse a las con- venciones del público en un paroxismo entre nihilista y de niños histéricos que rompen los juguetes para llamar la atención. «La empresa de Goya tenía una vertiente política –escribe Julius–: provocar la burla a la reacción espa- ñola y de ese modo mermar su in- fluencia». A los hermanos Chapman sus provocaciones les generan ingresos multimillonarios. A Goya, si no medía con cuidado las suyas, podían llevarlo a la cárcel.
Que mirar es un acto político se ve en el retrato de Jovellanos que pintó Go- ya en 1798 (Fig. 4). Vuelve a asom- brarme cada vez que me acerco a él, cada vez que entro en la sala donde es- tá y la cara de ese hombre me recibe comoladeunamigoalqueheidoa visitar a un despacho del que quisiera irse cuanto antes. A los retratos ofi- ciales se les supone el propósito de transmitir la sensación del poder, pero en este caso lo que retrata Goya pare- ce ser más bien el abatimiento, incuso la impotencia. Pensar en Goya como un hombre de un tiempo distinto del suyo es una tentación frecuente, por- que suele parecernos que pertenece al nuestro. Pero para calibrar su origina- lidad importa mucho darse cuenta de que lo que hay en él de nuevo está muy enraizado en la tradición a la que per- tenecía, y a la que somete siempre a tensiones violentas, utilizándola sin apuro, con tanto conocimiento pro- fundo como irreverencia. El vocabula- rio visual del retrato es el mismo que se viene cultivando desde hace siglos en la pintura de corte, y la actitud de Jovellanos se corresponde canónica- mente con la figura del pensieroso me- lancólico, del mismo modo que la efi- gie de Minerva que adelanta un gesto protector hacia el ministro recién nom- brado procede de los más tediosos re- pertorios académicos. Pero lo que es nuevo, lo que nos alude siempre, es esa mirada, la expresión de esa boca, la in- cómoda actitud entre ansiedad y espe- ranza. Una cara así no la había mos-
trado hasta entonces la pintura. Los re- yes, los poderosos del Antiguo Régi- men, incluso el espectral Carlos II, po- san con una plena conciencia de su lu- gar de privilegio en las jerarquías in- mutables del mundo. Pueden ser in- competentes, o abúlicos, o directa- mente idiotas; pueden saber que su rei- no está desmoronándose mientras ellos se plantan delante de ese subordinado que es siempre el pintor. Pero en nin- gún momento dudan de la posición que ocupan.
Jovellanos no. Jovellanos se sienta en el sillón oficial y apoya el codo en la mesa y parece que no está seguro de que mantendrá el equilibrio. Sin pelu- ca, con una casaca gris claro, sin con- decoraciones ni insignias, Jovellanos es un burgués y un advenedizo que por las circunstancias de la vida ha recibi- do un nombramiento y ocupa un des- pacho, pero él sabe que está de presta- do en ese lugar, y todavía no llega a acostumbrarse a él, y agradece, en me- dio de tantos extraños, la cara de un amigo. Y aunque es ministro de un rey absoluto su misión va más allá de los protocolos rancios y de la salvaguarda de los privilegios: siendo un ilustrado, un literato con vocación de servicio pú- blico, ha aceptado el cargo como una oportunidad de poner en práctica sus principios, de trabajar en la tarea ur- gente y abrumadora de sacar al país del oscurantismo y el atraso. Los símbo- los tradicionales del poder –el cortina- je, la mesa imponente– le son de muy poca asistencia, igual que la protección alegórica de la diosa Minerva. Para diosas está el mundo. Jovellanos mira la tarea colosal que tiene por delante, mide sus propias fuerzas y tal vez com- prende que son muy inferiores a su en- tusiasmo y su mirada, a la vez vuelta hacia su propia conciencia y atenta al exterior, parece que ve los obstáculos que no sabrá vencer, no por falta de in- teligencia ni de coraje, sino tan sólo por la escala enorme de las energías políti- cas que serían necesarias para lograr algo en un país en el que no hay casi nada, y en el que la decencia y la ca- pacidad en el servicio público son más inconvenientes que ventajas.
En la mirada de Jovellanos hay me- lancolía, pero también limpieza. Es la mirada de alguien que no quiere ha- cerse muchas ilusiones pero que tam- poco prevé hechos terribles. Alguien que ha visto cosas desalentadoras pe- ro que no ha tenido que taparse los ojos trastornado por el espanto, ni si- quiera soliviantado por algunas de las visiones que hacia esa misma época ha imaginado Goya en los Caprichos y en esos cuadros pequeños que pinta para
sí mismo: imágenes de manicomios, de crímenes sanguinarios, de canibalismo y brujería. Jovellanos es ese personaje ilustrado y de buenas intenciones al que los tiempos modernos le tienen re- servadas algunas de sus peores sorpre- sas; el iluso que no sabe calibrar los ca- taclismos de destrucción y de infamia que acabarán por sumergirlo a él tam- bién, sin que su buena intención ni su integridad personal sirvan para reme- diar ningún desastre ni para eximirlo de culpa. Jugamos con ventaja y po- demos predecir el futuro que la mira- da inteligente de Jovellanos quisiera vislumbrar: su paso por el poder será todavía más fugaz y menos efectivo de lo que él teme; le espera, al mismo tiempo que la vejez, la postergación y la cárcel; conocerá la guerra y morirá sin verla terminar, viajando por luga- res que imaginamos tan desolados co- mo los que hay al fondo de las estam- pas de Goya: llanuras baldías, ruinas, árboles amputados.
Veo el retrato de Jovellanos y me acuerdo de otros ilustrados españoles destinados al infortunio, de Antonio Machado o de Manuel Azaña. En las fotografías, incluso en las más solem- nes pinturas oficiales, Azaña también mira con la inseguridad de quien se sa- be advenedizo en los salones del poder y enfrentado a dificultades de una es- cala pavorosa, incluyendo entre ellas las variantes propiamente españolas de la mezquindad y la insensatez huma- nas. Hubiéramos querido que Goya re- tratara de nuevo a su amigo Jovellanos al final de su vida: lo imaginamos tan desconocido, tan devastado como Ma- nuel Azaña en las últimas fotos que le hicieron en Montauban antes de mo- rir, cuando sus ojos ya habían visto y sus oídos escuchado lo que ni sus peo- res vaticinios le habrían permitido ima- ginar en 1931.
Goya es nuestro antecesor y nuestro contemporáneo no porque rompe las reglas del decoro en la pintura sino porque rehúsa no mirar, abriendo así territorios vírgenes a la representación visual, estableciendo una actitud que es también un método de observación insobornable, paralelo al de la ciencia, en el que las convenciones y las certe- zas del pasado no valen de nada fren- te a los datos frescos de la experimen- tación. Es la actitud de De Quincey contando en primera persona las alu- cinaciones del opio y la agonía de la adicción; es la de Baudelaire leyendo a De Quincey y tomando su ejemplo pa- ra mirar y contar lo que no había apa- recido hasta entonces en la literatura, el espectáculo de la soledad moderna en las ciudades, del ser humano perdi-
do no en los bosques ni en los hori- zontes marítimos de la poética de lo Sublime sino entre las multitudes de desconocidos que llenan las calles. En los peores sueños del opio De Quincey dice sucumbir a la tiranía del rostro hu- mano, a su infinita multiplicación: nos acordamos de esas multitudes amon- tonadas de Goya, de esos rostros que se agolpan los unos contra los otros pa- ra mirar algo, con la atención a la vez despegada y morbosa con que se asis- te a un espectáculo de crueldad públi- ca, sea un crimen o una corrida de to- ros. Y lo peor de esos monstruos es que siempre tienen algo cercano, que nos impide la esperanza de que habrá un despertar en el que se disipen. «El gran mérito de Goya consiste en crear lo monstruoso verosímil –escribe Baude- laire con su terminante claridad para juzgar las artes visuales–: Todas esas contorsiones, esas caras bestiales, esas muecas diabólicas, están penetradas de humanidad.»
Se trata de uno de los rasgos cardina- les del horror moderno: lo monstruo- so no pertenece al reino de la fantasía. Lo peor de lo increíble es que ha suce- dido, que está sucediendo delante de nuestros mismos ojos, y eso obliga a una transmutación de todos los códi- gos del relato y de la representación es- tética. La decisión de mirar se corres- ponde con el estupor ante espectácu- los que desafían todos los límites de la verosimilitud y la razón y por lo tanto las destrezas que fueron suficientes has- ta entonces. Goya, ni ningún artista de talento, siente el prestigioso afán de in- novar porque sí que tanto desazona a los provocadores a la moda, y menos aún el de escandalizar: quiere dar cuen- ta de lo inaudito y de lo nunca visto y por lo tanto ha de encontrar métodos acordes con ese nuevo desafío; el es- cándalo no está en su intención sino en la realidad desnuda de las cosas, y si acaso en su decisión de mostrarlas tal como son.
La mirada, como nos enseñan los neu- rólogos, es una sofisticada construc- ción intelectual, no un reflejo pasivo de las formas visibles. Condicionados por la fotografía y por las imágenes do- cumentales miramos Los Fusilamien- tos, El Dos de Mayo y las estampas de los Desastres de la guerra como ins- tantáneas de un reportaje y de manera más o menos explícita les pedimos la misma clase de verdad. Goya está pre- sente, lo queramos o no, en cualquier testimonio gráfico sobre las brutalida- des de la guerra, pero su método de tra- bajo, aunque sólo fuera por razones técnicas, no tiene nada que ver con el de un reportaje, y no nos muestra la
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