Page 328 - Goya y el mundo moderno
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ñuel. Hasta la banalidad de la moda disfrazada más de travesura que de provocación se alimenta de Goya en las gracietas británicas de los herma- nos Chapman: maniquíes de látex re- producen tridimensionalmente los cuerpos amputados que cuelgan de un árbol en uno de los Desastres. Los her- manos Chapman se conceden el capri- cho de multimillonarios del arte de comprarse una tirada íntegra de los Desastres de la guerra para añadir mo- nigotitos o cabecitas de ratón de dibu- jos animados a las figuras atroces de Goya y la furia y la verdad de los gra- bados permanecen intactas, sin que la presunta irreverencia llegue a rozarlas. A Goya no lo domestica ni lo triviali- za nadie. Sobre él no actúa el anestési- co de la familiaridad.
Pero más allá del contagio visual hay una influencia más honda, una actitud que no es sólo estética. La decisión de mirar. No en el sentido literal, desde luego, o no exclusivamente. Goya no es un documentalista ni un fotógrafo de guerra, aunque su ejemplo cuente tanto en esos dos oficios. El «Yo lo vi» (Fig. 2) de los Desastres no tiene que entenderse como una afirmación de au- tenticidad en el testimonio de algo que habría sucedido tal como se represen- ta, sino como una declaración de prin- cipios. Goya no vio con sus ojos el fu- silamiento de los patriotas la noche del 3 de mayo en la misma medida en que no pudo ver a los demonios voladores coronados por mitras que devoran a un hombre desnudo, pero en ambos ca- sos estaba contando una verdad más intolerable no ya por su horror sino porque antes de él no la había conta- do nadie. La verdad de la violencia hu- mana y del modo en que los fuertes abusan de los débiles inermes; la ver- dad de los terrores que pueden asaltar la conciencia, inducidos por el trastor- no mental y por la superstición, que se alimentan entre sí. Goya no vio al pe- lotón de militares franceses disparar esa noche contra sus prisioneros ate- rrados, pero nadie antes que él había pintado de verdad el pánico de quien está a punto de morir: el que se tapa los ojos, el que los mantiene abiertos y fijos en el vacío y se muerde los puños con la boca muy abierta. Ojos que mi- ran a la muerte: están en Goya y siglo y medio después en otras imágenes que no se pueden mirar y de las que no se puede apartar la mirada, las fotografí- as que tomaban los jemeres rojos de sus víctimas un momento antes de eje- cutarlas, fotos tan sumarias como de pasaporte o de carné de indentidad de alguien que nos mira sabiendo que den- tro de unos minutos estará muerto. Lo
sabe él y lo sabemos nosotros. Lo sa- be el fotógrafo que le ha dado indica- ciones para ponerse delante de la cá- mara. «No se puede mirar». Mejor se- ría no haber visto, pero no puede evi- tarse, no debe evitarse. Es parte de la condición moderna.
Vuelvo a mirar los Fusilamientos en el Prado y creo ver algo más que hasta entonces no se había atrevido a repre- sentar la pintura: el hueco oscuro de un disparo en la cabeza de un muerto y la sangre seca, oscura, sucia, no la sangre retórica de los cuadros de mar- tirios o de batallas ampulosas, la san- gre derramada de un ser humano que se parece a la de un animal degollado en un matadero (como en los matade- ros, los soldados franceses practican esa noche de oscuridad primitiva la matanza moderna en serie, casi en ca- dena de montaje: a la pila de los muer- tos se acerca la cola de los que van a morir). Qué distinta esta sangre casi negra de la otra, la que se ve en el cua- dro contiguo, la sangre fresca de un ro- jo claro y vivo que brota en un chorro de la panza del caballo de un mamelu- co y salta sobre la cara del hombre que le hinca su navaja en el vientre, y que tal vez él mismo –la camisa blanca, el pantalón amarillo, el pelo muy negro– será fusilado al final de esa noche. Sigo dando vueltas por las salas de Go- ya en el Prado. El día que entro en ellas ya no busco a ningún otro pintor, ni siquiera a Velázquez. («Solo Goya», dice el letrero escrito sobre arena a los pies de la duquesa de Alba en la His- panic Society de Nueva York, y en un cierto sentido es verdad: ¿quién, apar- te de Goya, quién más ha mirado así?). En Vuelo de Brujas alguien inclina la cabeza y se la tapa con una sábana pa- ra no ver lo que sucede casi encima de él; alguien más se tira al suelo tapán- dose los oídos para no ver y además no oír. En la imaginación de un hombre sordo los gritos de quien está siendo devorado vivo y el chasquido de las mandíbulas de los demonios son más temibles aún porque él no puede oír- los, igual que da más miedo lo que se intuye que está sucediendo en la oscu- ridad y no se ve. Alguien más se tapa vanamente los oídos en los Fusila- mientos: como si le fuera posible, tan cerca, suprimir gritos de miedo y de do- lor, órdenes y disparos.
No se puede mirar pero no hay más re- medio que hacerlo, y no se trata de una obligación estética. Lo que no se pue- de mirar y hay que mirar es lo que unos hombres pueden hacerles a otros, lo que casi vemos, porque no nos de- jan o porque sucede a escondidas o porque preferimos hacer como que no
está sucediendo. Qué pocas veces han mirado o miran de verdad los artistas, pero no sólo ellos, los literatos, cual- quiera de nosotros. Ni el arte ni la li- teratura han querido o sabido casi nun- ca contar las cosas como son, pienso melancólicamente esta mañana en el Prado. Miró Fernando de Rojas, mi- raron el autor del Lazarillo y Cervan- tes, miró Velázquez, pero sólo ciertas cosas, ciertos rostros escogidos. Miró al papa Inocencio X y nos dejó un es- calofrío. Miró Caravaggio, más que nadie en su tiempo, en muchos siglos. Miró Goya y de él llevamos casi dos- cientos años aprendiendo, y la lección no se acaba nunca.
Cada vez que alguien mira o cuenta las cosas como son nos sobrecoge el es- cándalo de su novedad. Nos trae noti- cias inauditas sobre el mundo que te- nemos delante de los ojos. Alguien de- cide no engañarse y no engañar y esa resolución provoca un estrépito como el de los espejos pulverizados que se derrumban al final de esa película te- nebrista de Orson Welles, Sed de Mal. Mirar es también desbaratar con va- lentía, ira o sarcasmo los simulacros visuales que suelen aceptarse como re- presentaciones verdaderas. Contando cómo eran, cómo comían y hablaban, hasta cómo olían unos pastores de ca- bras de verdad Cervantes saboteó pa- ra siempre todos los lugares comunes de la novela pastoril, que a él mismo le habían sido tan queridos. La imagina- ción humana, como los clientes ricos de los pintores del siglo XVIII, solicita paisajes bucólicos, mentiras consola- doras, y el arte se apresura a suminis- trarlas. Paseando ahora por las salas del Prado en las que se exhiben los car- tones para tapices de Goya me acuer- do de esa variedad tardía de la fábula pastoril que se cultivó en la Unión So- viética en los años treinta y cuarenta del siglo pasado: prados verdes y férti- les de las granjas colectivas, campesi- nos jóvenes risueñamente dedicados al trabajo, a la bien ganada indolencia y a la fiesta que siguen a la cosecha. Mientras tanto unos seres humanos eran secuestrados en la negrura de la noche y desaparecían devorados por el canibalismo del terror, y otros se cu- brían la cabeza para no ver y se tapa- ban los oídos para no escuchar. Cose- chas abundantes, campesinos felices, bailes con pintoresca indumentaria fol- clórica. Los matarifes de Stalin y de Mao tenían una rara predilección por los idilios pastorales. Pero el pintor de la corte borbónica se permite atisbos de verdad que no serían tolerados por la ortodoxia soviética: un rostro enne- grecido y desdentado de campesino,
una cabeza tiñosa de niño, un jornale- ro doblado bajo el calor de julio, nos revelan lo que los ojos del pintor han visto, la realidad áspera que ha sido en- cubierta por las convenciones del arte oficial, que acompaña a los señores tan amablemente como la música que to- can orquestas de criados.
En el Quijote Cervantes cuenta una y otra vez el acto de contar: el modo en que los relatos intervienen en la vida, el lugar diverso que ocupan según su naturaleza y su auditorio, incluso se- gún el espacio físico en el que suceden, porque no es igual la pasión lectora so- litaria y lunática de don Quijote, por ejemplo, que las narraciones orales de los personajes que se encuentran en la venta, o que la lectura en voz alta de una carta o de un manuscrito hallado en el interior de una maleta. De un mo- do semejante, lo que representa Goya con mucha frecuencia no es sólo el ob- jeto de la mirada sino también el acto mismo de mirar, y el de apartar los ojos o mantenerlos cerrados. O más sutil- mente ese gesto de quien mira y por un momento no ve lo que tiene ante sí porque se ha extraviado en una idea o un recuerdo: muy cerca de Los Fusila- mientos y de El Dos de Mayo está ese autorretrato misterioso de 1815, cuya singularidad se advierte mejor si se le compara con el otro, casi idéntico, que está en la Academia de San Fernando (Fig. 3). En el de la Academia, Goya, el hombre vigoroso que casi a los se- tenta años no muestra signos de vejez, mira al espectador, o se mira con sere- nidad a sí mismo en el espejo. En el del Prado está ausente, aunque quizás no perdido, su poderosa memoria de pin- tor abstraída en el recuerdo de algo. La mirada implica consecuencias polí- ticas y morales tan severas como el re- lato: lo que se elige mirar y lo que se elige contar resaltan por comparación de lo que se oculta y de lo que se calla. La función explícita de una cantidad inmensa de relatos y de imágenes, aho- ra igual que en los tiempos de Goya, es ocultar y mentir. La ilustración, de la que estuvo siempre tan cerca, lleva im- plícita la metáfora de una determina- ción de claridad que disipa las sombras y muestra el rostro desagradable y ver- dadero de las apariencias, el ridículo de la vanidad y la pompa. Las sombras, por muy profundas que sean, no son impenetrables, y la claridad no es un don de la naturaleza ni del cielo sino el resultado de una acción disciplinada por la racionalidad, aunque también, inevitablemente, minada por el desa- liento, y algunas veces por la exaspe- ración. Goya inspiró a los surrealistas pero jamás habría sido uno de ellos. El
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