Page 327 - Goya y el mundo moderno
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inútil en esta situación: un orinal. El colosal engendro es manipulado dis- cretamente por una femme fatale al fondo.
Kubin no solamente se obstina en el so- metimiento de cada criatura, sino que además su fantasía tiene una vena es- cénica que exige rituales sofisticados: aquelarres sin brujas, cámaras de tor- tura cuyos aparatos son manejados por engendros en Escenas infernales, c. 1900 (Fig. 8). Este pandemónium fú- til, tosco y casi inocente tiene su con- trapunto en Matadero de hombres, 1912-1913 (Fig. 9): un lugar de ejecu- ción, en el que se actúa con determi- nación. Aquí no se utilizan aparatos complicados: el tajo del carnicero sólo necesita al matarife y nada más. En los Desastres, Goya había resaltado el pre- sunto reportaje (Yo lo vi) sobre los he- chos y creado parábolas. Kubin, por el contrario, aplica su fuerza imaginati- va anticipándose a los daños de la cria- tura, a los actos perversos que se per- feccionaron (es decir, se racionaliza- ron) décadas más tarde en los campos de concentración nazis.
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Goya fue un personaje singular entre
sus contemporáneos, no solamente porque los superara a todos sin excep- ción, sino porque pasó por todas las categorías. Supo regatear con maestría los polos de la determinación propia y ajena, y amalgamar el mundo de la Corte con el burgués y el proletario. En general, traspasaba límites descu- briendo en cada género pictórico nue- vas dimensiones. Convirtió el cuadro histórico en un reportaje, en una ima- gen de un suceso; recurrió al paisaje para otorgar relieve expresivo a las alu- cinaciones colectivas (Pinturas Negras); transformó el cuadro de género en una toma de postura crítica; imprimió al retrato matices desenmascaradores; re- convirtió el bodegón en una imagen de sensualidad demoníaca. Su mayor lo- gro reside en los Caprichos: la sátira y la imagen deformada (la caricatura) lo- graron una intensidad expresiva reve- ladora en la que se unían todos los pe- ligros e instintos de la condición hu- mana. Detrás, las dos fuerzas que ac- tuaban en Goya a la par: observación e invención. De ahí surgió aquella «fe- liz imitación, por la cual un buen artí- fice adquiere el título de inventor y no de copiante servil».
No es posible aproximarse, con los tra- zos evolutivos de la historia del arte, al carácter dispar de esta obra vital. Go- ya es un bloque errático que no tiene en cuenta nuestra terminología de es- tilos. Así lo percibieron dos sabios de la Escuela de Historia del Arte de Vie-
na, a los que ahora me uno. Fueron contemporáneos de Kubin y Kokosch- ka. Ambos, Max Dvor˘ák (1874-1921) y Julius von Schlosser (1866-1938), proceden, por su formación intelectual, de las últimas décadas de la monarquía del Danubio. El checo y el hijo de ma- dre italiana representaron en el mun- do científico una franqueza urbana y supranacional que se puede contrastar también en sus métodos de investiga- ción. El año de 1916, durante la Pri- mera Guerra Mundial, Dvor˘ák publi- có un artículo que trataba, bajo el tí- tulo Eine illustrierte Kriegskronik (Una crónica de guerra ilustrada), de los De- sastres (Gesammelte Aufsätze zur Kunstgeschichte, tomo 5, Múnich, 1929, pág. 242 y ss., en Antología de artículos sobre la Historia del Arte). Aunque no puede resistirse a la inte- gración resumida en la historia de los estilos y convierte a Goya en el punto de enlace de dos constantes, a saber, el trazo evolutivo pictórico impresionis- ta y el figurativo realista, detecta que el realismo de los Desastres presenta una nueva intensidad porque se con- vierte en un «comentario de los proce- sos psíquicos subjetivos que desenca- dena la guerra». La profundidad de es- ta afirmación no es ningún logro de la historia del arte, sino que procede del nuevo «psicocentrismo» de la época y tiene su lugar en la vida espiritual in- dividual (¡No hay que olvidar que Dvor˘ák entiende la historia del arte co- mo historia del pensamiento!). Dvor˘ák nos comenta cómo se ha logrado esta vida espiritual con una cita de Wilhelm Meisters Lehrjahren (Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister), de Goethe: «Y así comenzó aquella ten- dencia de la que no me pude separar en toda mi vida, es decir, la que me lle- vaba a convertir aquello que me ale- graba, torturaba o preocupaba de al- guna manera en un cuadro, en un po- ema». El observador del mundo de los hechos se convierte en observador de sí mismo. La mirada amplia de Dvor˘ák descubre a los que están intelectual- mente relacionados con Goya, pero no entre los pintores, sino en Hölderlin, Byron y Leopard. También Julius von Schlosser busca, en su prólogo a un pe- queño tomo de la Biblioteca de Histo- ria del Arte de la editorial E.A. See- mann Verlag, en 1922 (reimpreso en Präludien, Berlín, 1927, pág. 388 y ss., en Preludios), magnitudes de referen- cia en otras artes citando a Quevedo y Cervantes. Así descubre la doble natu- raleza secreta de Goya: para él es Don Quijote y Sancho Panza.
Hay que admitirlo: estas reflexiones es- tablecían relaciones metafóricas, pero
como sondas analíticas no penetran a fondo en el lenguaje formal de Goya. No obstante, esta relación filosófica indica que Goya es un continente amplio y po- lifacético al que se le amputa alegremente si se le identifica sin más con el «naci- miento del modernismo». Este encasi- llamiento falsea la esencia de su arte.
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Goya no fue el primer modernista. El
intento de adjudicarle esa etiqueta na- ce de una valoración artística que el ar- te recibe sólo de problemáticas artísti- cas, es decir, que lo entiende como una creación referente a sí misma. La re- ducción intencionada del mundo de Goya al arte de las obras de arte con- virtió su pintura en mero producto ar- tificial que invitaba al autoservicio: «un modelo romántico para los románti- cos, impresionista para los impresio- nistas, luego Goya se convirtió en ex- presionista para los expresionistas y precursor del surrealismo para los su- rrealistas» (Nigel Glendinning, pág. 21). El que separa de esta compleja obra vital «una» sola de sus perspecti- vas, provoca el desplome del resto. Goya, para el que el arte finalmente fue un arma crítica y un instrumento de aprendizaje doloroso, fue disecciona- do en la mesa de autopsias de la histo- ria del arte en varios compartimentos, de manera que su contorno global se perdió junto con el contexto social y filosófico que guió su creación. Ahí se encuentra el acceso al total de su obra: en la época de cambio, en torno a 1800, uno de los momentos más emo- cionantes de la historia reciente; es ahí donde él tiene su campo de referencia internacional: Goethe y Blake, Byron y Géricault. El contorno global de Go- ya, que apenas se puede definir racio- nalmente, sigue pareciendo mejor guar- dado en las conjeturas de Schlosser o Dvor˘ák que en las de los grises y pe- dantes críticos de la historia del arte. ¿Cuál será la terminología capaz de ha- cernos entender el enigma de esta do- ble naturaleza –Don Quijote y Sancho Panza–, un enigma que, según una fra- se de Schlosser, conforma a este homo duplex?: «Fue un observador sutil y de tipo visual, totalmente entregado a su arte, pero naturalmente también un so- ñador solitario».
El atrevimiento de mirar
Antonio Muñoz Molina
Mirar, apartar los ojos, cerrarlos para no ver. Taparse la cara y sin embargo mirar por los resquicios entre los de- dos. Mirar lo que nadie antes ha visto. Mirar lo que todo el mundo tiene de-
lante de los ojos y finge no estar vien- do. Mirar las cosas y las caras comunes y ver en ellas algo que no puede ser re- al y sin embargo se sabe que es verda- dero, aunque tenga el aire de una pe- sadilla, o precisamente por eso. Mirar lo que se sabe que está prohibido aun- que ninguna norma explícita lo indique así. Mirar y no esconder la mirada: con- fesar que se ha mirado, hacer público lo que se ha visto aunque nadie escu- che ni muestre interés. Mirar y desear no haber mirado y no olvidar ya nun- ca. Abrir los ojos en la oscuridad y dis- tinguir poco a poco formas que se pre- cisan en ella y que parecen sometidas a una rápida metamorfosis. Ver algo y cerrar los ojos apretando los párpados con la esperanza de que lo que se ha vis- to haya desaparecido cuando vuelvan a abrirse. Mirar deseando. Mirar con los ojos atrapados por el deseo y ali- mentando su tormento: se mira pero no se toca; se mira pero lo que toca y aca- ricia la mirada no es la piel sino el ai- re. Proyectar una luz poderosa contra la oscuridad y hacer que los bultos o monstruos que parecían habitar en ella se disuelvan sin rastro. Mirar de cerca lo que es aceptado como indiscutible y verdadero, hasta sagrado, y descubrir un grosero simulacro.
Aislado en la campana de vidrio de la sordera, en su pobre y bárbaro país a un extremo de Europa, Goya define los términos de la mirada moderna, que es inseparable del atrevimiento y del pe- ligro, a veces del castigo. «No se pue- de mirar» (Fig. 1), dice el pie de uno de los Desastres de la guerra. Pero la suya no es sólo una mirada de pintor, y la novedad que trae resuena en otras artes más allá de la pintura, algunas de las cuales no se habían inventado cuan- do él murió: la fotografía, el cine, el có- mic. Se pueden seguir los rastros de las influencias visuales, comparar el fusi- lamiento de los patriotas madrileños con el del emperador Maximiliano, el Entierro de la Sardina con la Entrada de Cristo en Bruselas, los Desastres de la guerra con los dibujos bélicos de Ot- to Dix o las figuras entre minerales y humanas de Zoran Music, las majas li- cenciosas de los Caprichos con las mu- jeres de Bruno Schultz. Los cuerpos dis- torsionados por la insensatez y la lu- juria que dibuja Robert Crumb los ha- bíamos visto ya en los Caprichos y en los Disparates, igual que las figuras hu- manas con cabezas animales de Art Spiegelman. La boca abierta y carní- vora del Inocencio X de Francis Bacon viene en línea recta de tantos frailes monstruosos y de los fantasmas de las Pinturas Negras, igual que las momias de obispos en La Edad de Oro de Bu-
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