Page 61 - Eduardo Mendoza y la ciudad de los prodigios
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más variopintos de la ciudad –desde los restaurantes de moda hasta los clubs más sospechosos–, despachaba cada día y en poco tiempo el cruci- grama de The New York Times, y era capaz de discutir en inglés o castellano, con tanta pasión como propiedad, sobre las proezas beisbolísticas de los New York Yankees. Todo ello, sin perder costumbres carpetovetónicas, como la de jugar a los chinos, que practicaba en la cafetería de la ONU para dirimir quien pagaba el desayuno.
Los años fueron pasando, y lo que sería La ciudad de los prodigios seguía en el telar –ubicado siempre en su domicilio particular, aunque en sucesivos pisos, puesto que los vaivenes sentimentales propiciaron mudanzas–. Pero el tejido novelístico iba urdiéndose a velocidad desesperantemente lenta. El escritor probó a administrarse otro tónico, otra intriga provista de nuevo por Ceferino, detective en precario donde los haya. Pero esta vez ni siquiera renovó la electrizante velocidad de escritura de la anterior. La redacción de El laberinto de las aceitunas, que sería su tercer título publicado, fue más lenta e incluyó una agobiante fase de bloqueo, hasta entonces inédita en la carrera del escritor. Este libro le dejó un regusto amargo. Porque no le había proporcionado las satisfacciones que le brindó el anterior, culminado por la misma vía. Y porque le legó la impresión de que había elegido el camino más fácil, de que tenía un público al que atender y al que temía decepcionar. «Podría escribir ceferinos a menudo –admite–, pero debo dosificarlos...»
La etapa neoyorquina, que confirió a Mendoza un aura especial, llegó a su término diez años después de iniciarse. Las dudas del autor sobre la con- veniencia de permanecer al otro lado del Atlántico y consolidarse como trasterrado o la de volver a su país, que atravesaba un período histórico tan agitado como sugestivo, fueron una constante durante sus últimos tiempos en Estados Unidos. La balanza se inclinó, finalmente, por el regreso. Em- pacó sus pertenencias y las embarcó con destino a España. El 2 de enero de 1983, él mismo aterrizó en Barcelona para reinstalarse en ella. No iba a disponer ya de un empleo estable, y la literatura no le granjeaba todavía in- gresos suficientes para mantenerse. Algo siempre a tener en cuenta, y más en aquella circunstancia, puesto que había formalizado su relación con la arquitecta Anna Soler, que iba a darle su primer hijo ese mismo año. Pero
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