Page 60 - Eduardo Mendoza y la ciudad de los prodigios
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policía que le empuja a resolver un caso de intriga, desprovisto de cualquier medio material, armado tan sólo con su sorprendente buen criterio y sus artes de pícaro. La despreocupación con que Mendoza confeccionó esta obra se hizo extensiva a su manejo inmediatamente posterior. Metió el ori- ginal en un sobre y, sin sacar copia, lo envió por correo postal a su editor, «por si te parece bien publicarlo». Gimferrer estimó que tal publicación sí era conveniente, porque descubrió en ella «una apasionante historia de crí- menes y enigmas, una farsa burlesca y una sátira moral y social que tiene sus raíces últimas en la picaresca y el modelo cervantino».
Esta obra se publicó en 1979 y fue recibida por la crítica recurriendo al esquema argumental «sí, pero». Casi todos los que la reseñaron en la prensa reconocieron el talento del autor, ya acreditado en La verdad sobre el caso Savolta. Pero al tiempo subrayaron su distinta ambición, su tono menor. Había nacido el Mendoza bifronte, capaz de proezas novelescas de gran aliento, de esas que marcan una época, y de otras que algunos no dudaban de calificar como novelitas, tremendamente desabrochadas e hilarantes, pero clasificables también como meros divertimentos.
A Mendoza, aquellos reproches incipientes le afectaron relativamente poco. El misterio de la cripta embrujada, además de reportarle buena acogida popular, le había relajado sobremanera. Corrían, por demás, tiempos felices en Nueva York. La mexicana Melania Ahuja, que en aquella época, y casi hasta el final de su estancia en la ciudad, sumó a su condición de compa- ñera de trabajo la de compañera sentimental, lo resume así: «era verano, los días resultaban largos y perezosos, pródigos en piñas coladas... Los fines de semana los pasábamos en la playa... Regresábamos a la ciudad para cenar fuera. No había trabajo, estábamos muy enamorados y aquel libro era como un divertimento, una manera de alejarse de las seriedades labo- rales, de la formalidad...»
A esas alturas, Eduardo Mendoza se había convertido ya en un neoyor- quino prototípico, en la medida que dicha figura puedan encarnarla los ciu- dadanos de incontables rincones del mundo que recalan en aquella capital y contribuyen a darle su inequívoco tono cosmopolita. Conocía los locales
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