Page 92 - Actas Afrancesados y anglófilos
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único que contaba, excluyéndose cualquier insinuación que fuera más allá de los juegos de palabras y de los equívocos verbales. Sin embargo, el foco del cortejo estaba constituido por el trato continuado y reconocido entre una mujer casada y un hombre, elegido por ella, para acompañarla y divertirla en las ausencias del marido.De las escenas expuestas en los sainetes y en las colaboraciones y cartas publicadas en la prensa no cabía esperar que se percibieran notas de trasgresión moral alguna. Ni la censura teatral, ni la presión social y religiosa hubieran permitido que se aireasen comportamientos, sobre todo femeninos, que rozasen la posibilidad del adulterio. Pero recurrir con tanta frecuencia al cortejo, aunque fuese para criticarlo y denigrarlo, prueba su existencia y difusión y, al mismo tiempo, la irritación que despertaba en los medios poco dados a su uso. Cabe deducir que los sainetistas Ramón de la Cruz y González del Castillo trataron de dar testimonio de un fenómeno de suma actualidad (punto necesario para ser acogido en los sainetes) y a través de la sátira y de la ironía, conjurar los peligros de contagio que pudieran surgir, con su mal ejemplo, en aquella época dieciochesca. Los autores, al presentarlo como un fenómeno foráneo, originado en Francia y localizarlo como algo exclusivo de un pequeño círculo de seguidores de las modas extranjeras, evitaban plantear otros interrogantes a los que resultaba más incómodo responder. La ridiculización del cortejo se englobaba de esta manera dentro del proceso emprendido, desde una perspectiva tradicional y castiza, contra las tentativas de modernización de las costumbres españolas. Desde este punto de vista, literario y conservador, se había encontrado un tipo ideal en la figura del petimetre -y su correspondiente réplica femenina, la petimetra-, tras comprobarse la risible acogida dispensada por los públicos a unos personajes que extremaban hasta un grado máximo el entregarse a todo lo nuevo sólo por serlo y el desechar por ello mismo todo lo nativo y español. Vinculando cortejo y petimetría se conseguió ahuyentar, a la par, dos manifestaciones sociales que introducían hábitos detestables para la moral secular.Como consecuencia de todo ello, los testimonios que han permanecido sobre el cortejo resultan parciales y distorsionados. Se reducen a unas circunstancias históricas muy concretas, motivadas por el afrancesamiento cortesano dieciochesco. Situación que desaparece al iniciarse en 1808 la guerra contra las fuerzas napoleónicas, la cual supuso, como cabía esperar, una visceral reacción contra la anterior francofilia reinante en parte de la península. No debe extrañar, por tanto, que del cortejo sólo haya quedado la imagen marginal de una moda menor y extravagante. Sin embargo, aunque cause extrañeza su existencia, ese paréntesis surgido durante unos años, alimentó unas relaciones y un clima de libertad entre mujeres y hombres sin apenas antecedentes en la vida española y que tampoco tendrá continuadores durante el siglo XIX. La sorpresa ante tal tendencia, por efímera que fuese, la resumió muy bien la mejor -y casi la única- estudiosa del cortejo, Carmen Martín Gaite, en su libro sobre los Usos amorosos en el siglo XVIII español: “¿Cómo se2