Page 43 - Actas Afrancesados y anglófilos
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vienen de fuera», según encargo de Floridablanca a la Económica de Madrid en 1779 o, lo que es igual, a reducir la importación de artículos de lujo, como proponía Jovellanos. Todo ello sobre la base de una artesanía textil nacional que ya estaba muy extendida en lugares como Campo de Calatrava y Cataluña y existía en otros muchos puntos, mayoritariamente desempeñada por artesanas27. La iniciativa de la Sociedad Económica de Zaragoza —que decide en 1790 enviar a Barcelona a dos obreras jóvenes para que aprendan allí la fabricación de velos y gasas de todo género28— corrobora lo anterior y constituye sólo uno ejemplo de la actividad educativa de estas Sociedades que contemplaban únicamente la instrucción práctica de las trabajadoras y su adoctrinamiento en la moral cristiana, para lo que no era realmente necesario aprender a leer y mucho menos a escribir, como preveía también la Real Cédula de escuelas patrióticas de 1783. Decoro femenino y obediencia, tanto en la familia como en el trabajo, serían las dos virtudes a inculcar en las jóvenes obreras por su reducida e instrumentalizada educación.La explicación de Jovellanos que citábamos al principio de este apartado no tuvo aplicación a otras actividades y segmentos sociales de mujeres. En una sociedad organizada en torno al privilegio —que el reformismo ilustrado no se propuso suprimir— la aportación útil que se requiere de la feminidad no podía ser la misma en todos los estamentos. Pero la educación actúa como variable de género, puesto que siempre es distinta e inferior en cada nivel social a la de los varones y el acceso a la creación de conocimiento les está vedado incluso a las más instruidas. El hogar como espacio y horizonte específico señalado para las mujeres constituye el otro denominador común.También la función doméstica tenía un sentido económico susceptible de ser racionalizado con criterios de eficiencia. Las mujeres, en virtud de su proclamada «especial inclinación» para lo doméstico, debían contribuir a la buena marcha las haciendas, complementar así los negocios masculinos y no interferir su éxito con gastos suntuarios que pudieran llegar a amenazar los patrimonios. Pero la función que se les encomienda es esencialmente conservadora de la familia y las buenas costumbres: la felicidad del hogar (espacio necesario, íntimo y afectivo que complementa el perfil político del hombre) es la base del orden público, a su vez pilar del buen gobierno. Esta es la forma en que “la otra mitad” del género humano, regida por las leyes inmutables del amor, complementaría el orden imaginado por el reformismo ilustrado.Nuevas/viejas costumbres para un tiempo de reformasLa contribución de las mujeres a la “felicidad” general alcanza sus más altas cotas de dignidad —siempre según el discurso reformista— en la tarea de educar a los hijos en los valores ilustrados, verdadero seguro para el futuro del Estado. Pero es que «los deberes de una madre no deben ser deberes sino los primeros placeres de su corazón», sentencia Francisco de Tójar a través de Adelaida, la heroína de su Filósofa por amor (1794), haciendo gala de un hedonismo renovador. El mensaje del placer, junto al del “matrimonio de inclinación”29 (como más racional y sincero), tan recurrente en la literatura sentimental del siglo XVIII, tendría un éxito enorme y un recorrido temporal muy largo: se halla en los nuevos retratos de familia de la nobleza cortesana —el desenfadado y hogareño de Los Duques de Osuna con sus pequeños hijos (Goya)27 Carmen Sarasúa García, op. cit. pág. 154-155.28 Jean Serrailh, La España Ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1974, pág. 265.29 Mónica Balufer, op. cit., pág. 489-491.12