Page 41 - Actas Afrancesados y anglófilos
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Y es que por encima de la fama y el logro de vivir una existencia bastante independiente, planeaban el reglamentismo en la profesión (celosamente ejercido por la mencionada Junta), la falta de libertad en todos los ámbitos o la temible sombra del Santo Oficio. Parece claro que estas mujeres, sin pretenderlo conscientemente, proyectaban la noción de lo muy lejos que podían llegar con el manejo de su propia vida y esto tenía que resultar muy peligroso, más aún que las pretensiones de las intelectuales y aristócratas o burguesas modernas, porque aquellas se mostraban ante un público muy amplio dentro y fuera de la escena. Por ello debían permanecer estigmatizadas entre los conflictivos márgenes de la fama y la marginalidad, bajo el peso de prejuicios y creencias bien asentados, de los que sin duda estas mujeres también participaban en una u otra medida.Con todo lo anterior parece estar relacionado el trágico final de una actriz tan afamada como al parecer lo fue Ma Antonia Vallejo Fernández, La Caramba, que había triunfado en los teatros durante los años setenta, con el papel de graciosa, y también en el Prado, a donde acudía con una corte de admiradores paseando su manejo marcial — así llamaban a los gestos de desenvoltura que se identificaban con una cierta liberalidad propia de «petimetras» que no de mujeres virtuosas. El caso es que la desenfadada farsante cayó un día en los rigores de la prédica de un fraile capuchino y tomó tanta aprensión al infierno que nunca más quiso volver a su profesión en el teatro. Vistió en adelante una especie de sayal de religiosa y se dedicó por entero a expiar sus “pecados”. Murió en 1787, tras martirizarse con ayunos y cilicios, haciendo presente la vigencia de la más rancia tradición, y aún después de su muerte corrieron las coplillas y sonetos que se afanaban en recordar el «comercio delincuente» que de sus gracias había hecho la «impía».Todas las primeras damas de la escena del siglo XVIII estaban casadas. Un siglo más tarde, Emilio Cotarelo y Mori (a quien venimos citando) afirmaría —con un tono entre prejuicioso y moralizante, so pena de jocoso— que “el matrimonio en ellas era una especie de bandera neutral que encubría y autorizaba toda clase de contrabando”. Cierto que las mujeres de teatro celebraban una suerte de matrimonios de conveniencia (como el resto de la sociedad, por cierto) frecuentemente con otros actores; pero esta práctica se derivaba (el mismo autor lo reconoce) de la eficacia de los decretos oficiales, siempre atentos a la moralidad y las buenas costumbres. Tratándose de una profesión bajo sospecha, tan fronteriza y transgresora, resultaba obligatorio para aquellas damas contar con una pantalla de respetabilidad con la que proteger su propio ejercicio profesional. Pero tampoco aquí la exigencia era la misma para sus esposos. La Tirana permaneció largos años separada de su marido y sin saber nada de él, mientras éste (también cómico) se trasladó a Barcelona para trabajar. Ya en esa separación laboral, el Tirano dejó a su mujer incluso sin las vestimentas de representar, de forma que ésta tuvo que recurrir, en la temporada de 1780-81, al mecenazgo de la Duquesa de Alba (Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo), quien le prestó parte de sus trajes para que pudiera desempeñarse en los Reales Sitios. Con estos antecedentes, un mal día el esposo reapareció en Madrid y entonces pasó a maltratar a Ma Rosario Fernández y a intentar que abandonara la profesión. Ella pidió la protección de la Junta de Teatros y la obtuvo para seguir trabajando. Pero no se conoce que él fuera encarcelado; una medida que, en otros supuestos, dicha Junta y otras autoridades administraban contra los actores con soltura y auténtico despotismo.10


































































































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