Page 38 - Actas Afrancesados y anglófilos
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pensamiento de sus iguales en otras lenguas y las traducen, a la vez que se refuerzan haciendo genealogía de sus antepasadas.La intervención en el debate sobre la igualdad de los sexos y sus consecuencias, de mujeres como Josefa Amar y Borbón (Discurso en defensa del talento de las mujeres), Inés Joyes (Apología de las mujeres) o Margarita Hickey (Poesías varias), pone de manifiesto la voluntad expresa de no dar por zanjada la polémica en el punto que la situaban las proclamaciones más o menos retóricas de la «igualdad de entendimiento» de quienes después les negaban el acceso a la misma educación que los hombres o su presencia en los espacios públicos oficiales (Academias, sociedades patrióticas). Por eso algunas denunciaron el discurso esencialista, aparentemente racional e “imparcial”, que les confería una naturaleza distinta y complementaria a la de los hombres, como un puñado de argumentos masculinos, dirigidos a mantener su dominación (Josefa Amar). Además rechazaron las paradojas de la galantería y la doble moral sexual (como ya lo habían hecho María de Guevara o Sor Juana Inés de la Cruz, entre otras)18, defendieron la autonomía vital de las mujeres (marquesa de Fuerte Híjar, La sabia indiscreta); la capacidad para la amistad y la conversación inteligente (Inés Joyes), así como su propia actividad e inclinación intelectual.Las bellas histrionasEl ámbito de la autoría y representación teatral resulta verdaderamente expresivo de la contradictoria concurrencia de proyectos y realidades que se cruzan en la segunda mitad del Setecientos. La élite ilustrada concibió la escena como un instrumento educativo y civilizador de las costumbres, una puerta hacia el exterior por la que debían penetrar tanto contenidos modernizadores —como los de la libertad del matrimonio, frente a la costumbre de acordarlo, que Moratín desarrolló en El sí de las niñas, inspirándose en autores como Marivaux y Beaumarchais—19, como formas de expresión artística que consideraban más refinadas. Ciertamente el teatro podía intervenir en la formación de la opinión con un alcance superior al de otros medios, puesto que se trataba de un espacio de ocio tradicional y muy frecuentado. Pero además tenía otros efectos, a veces, no deseados: el público mostraba (con estrépito) sus preferencias por determinadas obras y por quienes las protagonizaban, creándose la ilusión de que ejercía alguna influencia pública, al menos en ese ámbito. Por otra parte, la farsa continuaba en la calle a cuenta de la vida privada de las actrices, cuya peripecia tenía poco que ver con la de las heroínas que representaban, y ahí sí que el gran público estaba autorizado a participar.Los tratadistas ilustrados no requirieron la concurrencia de las mujeres para la tarea de reformar la escena, pese a que no pocas escribieron comedias y dramas, tradujeron piezas extranjeras, alentaron tertulias de artistas o protegieron como mecenas a actores y actrices. Sus iniciativas podían ser criticadas, marginadas o reducidas a un segundo plano con caballerosa condescendencia, pero existieron y formaron parte de tal proyecto. En cuanto a las actrices, si todos los cómicos pertenecían a los estratos más bajos y su «ejercicio»20 carecía de consideración profesional, la de las bellas farsantes18 Ma Victoria López-Cordón, «De escritura femenina y arbitrios políticos: la obra de doña María de Guevara», Cuadernos de Historia Contemporánea, 2007, págs. 151-164; Isabel Barbeito Carnero, Mujeres del Barroco. Voces testimoniales, Madrid, Horas y horas, 1992b, págs 80 y 82.19 Isabel Morant y Mónica Balufer, Amor, matrimonio y familia. La construcción histórica de la familia moderna, Madrid, Síntesis, 1998.20 En el mundo del teatro se denominaba así a la actuación, a la representación de cada actor. Tal acepción, que utilizan los propios cómicos, implica que no se consideraba su trabajo como profesión, sino un simple “ejercicio”.7