Page 36 - Actas Afrancesados y anglófilos
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natural y divino: la subordinación de las mujeres, basada en su inferioridad, era una pieza básica de dicho orden; pero como el benedictino gozaba de gran prestigio y la obra está escrita para llegar a un público amplio, la polémica contribuyó a que, entre los círculos ilustrados, se devaluaran los argumentos mas pedestres de la misoginia13. Ahora bien, de su pervivencia y hegemonía dan cuenta las múltiples contestaciones al autor y la acritud del debate, así como que una obra tan opuesta como La perfecta casada (1583) de Fray Luis de León conociera cuatro reediciones en el siglo XVIII.Sin duda el negocio editorial —al finalizar el siglo había más de 200 imprentas sólo en Madrid— se mantuvo muy atento a la extensión que estaba experimentando la controversia sobre la forma de entender la diferencia de los sexos, así como al gusto de las mujeres lectoras (sobre todo porque la demanda total de dicha actividad seguía siendo reducida). A ensancharla contribuyó ese tipo de relato realista en el que se procura enganchar al lector/a eligiendo protagonistas y asuntos de la vida cotidiana y alejándose de los personajes bíblicos o mitológicos que poblaban los viejos exempla o los relatos de feminae gloriosae; pero sin separarse mucho de su estructura, porque en definitiva se trataba también de construir un modelo de mujer, sólo que ahora para un tiempo nuevo que se tenía por moderno e ilustrado y dentro de un proyecto de reforma general de la sociedad. La aportación de la escritura femenina (tan heterogénea en ideas y proposiciones como el resto de la literatura) tampoco era nueva, pero su proyección sí es más amplia; un hecho que ha podido contribuir a considerar el XVIII, de forma impropia y acrítica, como el siglo de las mujeres.Por otra parte se diversifican los temas —disminuyen las obras de carácter religioso y lectura intensiva, en favor de los literarios y filosóficos, así como aumentan los escritores/as laicos en detrimento de los clérigos— y se multiplican los puntos de lectura porque también los adelantos de la imprenta lo favorecen, al producir libros de pequeño tamaño que se pueden llevar a cualquier parte. Pero lo más significativo es que en el siglo XVIII la lectura rompe, en toda Europa, los límites de los estamentos privilegiados; se extiende la “manía” de leer —como denunciaban los moralistas tradicionales— y de leer individualmente: un placer solitario que, si ya resultaba sospechoso en todo individuo14, se volvía una acción directamente pecaminosa en el caso de la mujer, puesto que al leer en soledad descubre, elucubra, imagina, fantasea, se escapa a todo control y norma externa, con el peligro de entregarse a la quimera de imaginar su propio destino, incluso de querer pasar a la acción, abandonando la realidad del modelo de sumisión y virtud pensado para ella.La minoría de mujeres españolas que leían en el siglo XVIII se interesó por todos los temas y géneros, si bien tuvo más seguidoras la ficción narrativa y toda una suerte de literatura sentimental que criticaba costumbres como el matrimonio acordado (El sí de las niñas, tan exitoso). Junto a ésta, no dejaron de leerse los textos piadosos y abundaron aquellos dedicados a adoctrinar sobre asuntos de la economía y dirección domésticas. Pero la novedad consiste no sólo ni principalmente en los contenidos que se abordan sino en el hecho de que la lectura se convirtiera en una moda, un valor y, sobre todo, un placer. Así lo refiere Josefa Jovellanos (mujer culta y de intensa vida social) en carta a su ilustrado hermano: «Los momentos en que logro estar libre de toda especie (...) y con un libro de mi gusto en las manos (...) soy tan feliz que no me cambio por13 Mónica Balufer, «Transformaciones culturales. Luces y sombras», Historia de las mujeres en España y América Latina. El mundo moderno, vol. II, Madrid, Cátedra, 2005, págs. 479-510.14 Hubo tratadistas médicos que escribieron sobre los excesos de la lectura como una patología con síntomas precisos (palidez, postración desinterés, inquietud...) que desembocaban en daños físicos concretos (obstrucción intestinal y estomacal, entre otros) y finalmente daban en hipocondría, la enfermedad característica de los hombres de letras. Ver Roger Chartier, «Libros y Lectores», Diccionario histórico de la Ilustración, págs. 243-2505