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EL TEATRO DE LAS APARICIONES ANDREA VALDÉS 79
En cuanto a Tempelhof, algunos lo llaman «El parque de los iniciados», pues es allí donde la gente aprende a ir en bici, a conducir, a besarse... De vez en cuando, los que ya son habituales incluso charlan, encantados de que, por una vez, la voluntad colectiva se impusiera a los intereses privados y el ayuntamiento no hiciera literalmente nada. Todo iba estupendamente hasta que un día, mientras uno desplegaba una tumbona en una de las pistas, su vecino dijo:
A lo que
—A este lugar solo le veo una pega: hay demasiado viento—. Luego sacó un termo de una cesta.
—¡Ya lo puedes decir! Con lo poco que costaría plantar unos cuántos árboles —dijo el de la tumbona y se frotó las manos—. O poner una fuente.
se sumó un tercero:
—Pues yo lo que no entiendo es que siendo los que somos, no hayan instalado ni un solo retrete. Toda la vida trabajando... ¿y esto es lo que nos ceden? Un mísero descampado en el que se nos vuelan las bolsas y en el que hay que poner hasta las bicicletas. Además, todo el mundo aparca donde le da la gana.
—Tienes razón. Cualquier día habilitamos una zona de parquin. Y un cuarto dijo:
—Ya que estamos, ¿por qué no montar un pequeño escenario para conciertos?
—Yo voto por un minigolf...— añadió un quinto.
Y sin apenas darse cuenta, proyectaron una ciudad entera, que era justo contra lo que se habían organizado no hacía ni dos años, lo que me remite al título de un cuento que ni siquiera he leído. Dice así: En los sueños empiezan las responsabilidades.
VI. El sueño dorado
Escribo esta frase mientras voy de camino de Sitges, donde Jordi Colomer me espera con su equipo de rodaje, varios figurantes y dos azafatas. La cita es en un autódromo que se construyó en trescientos días, cuando hasta el más tonto parecía elegante en las fotos, así que de una pista de aterrizaje me voy a otra de carreras, también medio abandonada. Esta, concretamente, rodea una masía del siglo xvi y tiene peraltes de hasta noventa grados. Me dicen que en su día fue inaugurada por Alfonso XII y Primo de Rivera, aunque entró en declive muy rápido. Nunca acabó de funcionar, por mucho que el piloto Edgar Morawitz la relanzara unos años más tarde, anunciando una carrera insólita: la de un coche Bugati contra una avioneta. Desde entonces, le han pasado varias cosas. Sé que en sus gradas, cubiertas con techo de uralita, llegó a haber un






















































































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