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76 ¡ÚNETE! JOIN US! JORDI COLOMER
¿Qué lleva a más de un millón y medio de personas a acampar voluntariamente en esta explanada? Esta pregunta se me hace inevitable, considerando que sus dos únicas atracciones son una tumba rematada con la figura de un camello, animal que intentó importarse sin demasiado éxito durante la guerra entre México y Estados Unidos, y un mercado de minerales y rocas de distintos tamaños. Estas piedras apenas tienen valor, pero sirven de excusa para facilitar la interacción entre unos y otros, pasarse información y crear nuevos vínculos, como cuando de pequeños nos reuníamos ansiosamente en una esquina, a intercambiar cromos. En el fondo, se trataba de hacer amigos.
Una tarde, un discípulo de Gurdjieff al que solo le quedaban cuatro dientes, se colocó una de esas piedras en su zapato. «No sea cabezota y haga usted lo mismo», le sugirió a su vecina. La señorita Newsom, que tanto sabía de ornitología y tocaba el piano desde los cinco años, había perdido la habilidad de escribir canciones y estaba muy irritada. Temía ser víctima de su propio virtuosismo. «Quisiera olvidarlo todo, pero me pierdo en sinfonías», le confesó, «y lo de estar siempre de gira no me ayuda demasiado». El discípulo insistió: «La piedrecita le hará pensar en su cuerpo a cada paso y acordarse de lo inmediato». Luego dijo: «No hay alivio sin dolor». Una idea parecida llevó a ese mismo hombre a pasarse un tiempo intentando escribir con la otra mano, «pues el cerebro es un músculo y más vale ejercitarlo». Al oír esto, la señorita Newsom inclinó la cabeza, menos asombrada por las palabras de aquel extraño que por sus ojos, que de tan brillantes parecían heridas. No muy lejos, unos jóvenes afinaban su puntería lanzando piedras de mayor tamaño contra un montón de latas vacías, mientras sus hermanas, que ensayaban un truco de magia, las aceptaban como moneda a cambio de poder ver su espectáculo.
II. Coches catedral
Aunque se me ocurren otras apariciones, pues no todo ha de suceder en Norteamérica. Pienso en los pueblos que inundó el franquismo y nos devuelve la sequía, o ese hotel de Transilvania que incluye sustos en su tarifa. En el reloj del British Bar de Lisboa, donde los números están misteriosamente invertidos o en el atasco que generan esos coches que al acercarse a la frontera reducen la marcha. Los estibadores marselleses los llaman voitures cathédrales, pues apenas se les ve la carrocería. Tampoco los asientos. Sobre su techo se apilan colchones, sillas, fregaderos, quizá una alfombra o un par de bicicletas, atadas con cuerdas. No se parecen en nada a una autocaravana y, sin embargo, estos monumentos tan singulares también podrían considerarse casas móviles. (la señorita Newsom, con o sin piedra en el zapato, estaría de acuerdo). Si en el maletero hay corbatas, que sean menos de ocho, para no tener que declararlas en la aduana. También quedan exentos el ordenador personal y los electrodomésticos, siempre que sean de segunda mano, tengan taras o algún defecto. La mayoría de estas cosas pertenecen a los inmigrantes que cada junio viajan de Francia al Magreb con media vida a cuestas, a reencontrarse con sus familias. Lo hacen esquivando cada bache para no romper los amortiguadores, pues son sensibles al exceso de equipaje. Durante el trayecto, quizá alguno sintonice la radio. En France Culture, un «experto» dice: «En términos abstractos, pero al mismo tiempo muy concretos y materiales, creo que debemos pensar la política no tanto como la misión de educar a los demás y explicarles cómo son las cosas, sino como el arte de facilitar encuentros, de construir otras formas de sincronizar y orquestar multitudes y ritmos, de






























































































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