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Cualquier teatro total no es sino una maqueta —decorado, miniatura sintética— extremadamente comprimida de esta.
Resulta inevitable referirse aquí al filme de Walter Ruttmann, Berlín: Sinfonía de una ciudad (1927), si queremos buscar una imagen primitiva de esa totalidad dinámica. La Sinfonía de Ruttmann colapsa los elementos del Teatro Total en la superficie lisa y continua de la cinta y, por su estructura sin relato, puede ser contemplada como una obra circular: maqueta en movimiento. En ella las máquinas, presentadas crudamente como la vanguardia del hombre, son a la vez decorado y sujetos de la acción. Sujetos no solo porque actúan, propiamente hablando, sino también porque dictan y mueven a las masas trabajadoras. Fue precisamente la falta de finalidad, de relato humanista, en la obra de Ruttmann, lo que motivaría la crítica negativa de Siegfried Kracauer a la película en las páginas de la Frankfurter Zeitung. Como señala Stéphane Füzesséry, la falta de denuncia de la miseria de las ciudades, la neutralidad, delataba para Kracauer la postura formalista de Ruttmann26. Su fascinación por el dominio de la producción maquínica sobre la vida humana se manifiesta en el montaje del filme, el cual replica miméticamente la monotonía frenética de las turbinas, los émbolos y las ruedas. La Sinfonía de Ruttmann es a la vez un filme de adoctrinamiento, rítmico y mimético, al nuevo orden y un filme de aclimatación sensorial a la desenfrenada realidad de la urbe; un esfuerzo de visualización de su lógica más que de su extensión física. A la abstracción de las relaciones y comportamientos humanos, responde un aumento del mimetismo de los elementos no humanos y la reubicación de la emotividad en los elementos mecánicos, desencarnados, de la obra. Hoy podemos decir que la crítica de Kracauer llegaría a ser en cierto modo profética: tras colaborar dos años más tarde con Piscator en el documental Melodía del mundo (1929), Ruttmann se sumaría a las filas del movimiento nacionalsocialista alemán. Kracauer daría su propia versión de la vida en las ciudades en su libro Los empleados (1930), donde la monotonía del trabajo maquínico se extiende, más allá de la vida proletaria, a la totalidad de los ritmos de la sociedad asalariada. Es la monotonía del trabajo la que alimenta, como el motor de una proyección sin tiempo, el sueño de la utopía en los trabajadores, un sueño que la sociedad industrial permite cultivar solo en la privacidad y el secreto27.
26 Stéphane Füzesséry, «Le choc des métropoles», en Architecture et cinéma, París: École nationales supérieure d’architecture de Paris-Malaquais, 2015, p. 427.
CONSTRUCCIÓN SIN FIN MANUEL CIRAUQUI
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27 Siegfried Kracauer, Los empleados, Barcelona: Gedisa, 2008, p. 136.





























































































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