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de la misma construcción. Imponente, impresionante. La recorremos lentamente, invadidos en todo momento por una impresión turbadora de lo mismo y de lo otro. La larga columnata rodea el peristilo entero con gracia, escandida por las metopas esculpidas. Sobre el arquitrabe se eleva el tímpano que alberga el nacimiento de Atenea. Las acróteras son idénticas en todos los puntos. Se ha reproducido incluso la corrección óptica. La preocupación por el detalle exacto. Desde luego, este está mejor conservado que su modelo ateniense, casi intacto, como una suerte de reproducción industrial recién salida de fábrica. Apenas tiene más de un siglo, tal y como nos explica un gran cartel informativo escrito en tres idiomas y que recuerda su edificación, su historia y su función, amenizado todo con algunas anécdotas divertidas con vistas a congraciarse con el turista.
¿De dónde proviene la sensación de extrañeza ante esta visión? No solo del traslado imaginario de un pedazo de historia antigua al corazón de Norteamérica, sino sobre todo de la reproducción a tamaño natural de un edificio ne varietur. Nos viene una pregunta a la cabeza: ¿existen los dobles en arquitectura? Sabemos de imitaciones aquí y allá, de pruebas «a la manera de», de versiones del estilo de un edificio de un país a otro, de las influencias de Paladio o de Bernini a lo largo y ancho de Europa y más allá. ¿Pero copias perfectas? En cierto sentido, la unicidad de la construcción siempre es mayor que la de las obras pertenecientes a las demás artes: pintura, escultura, composición, etcétera. Por lo tanto, es difícil reproducirla tal cual. El anclaje en el suelo, el aspecto imponente, el uso social hacen menos probable que una arquitectura sea copiada y sustituida por su doble. Enseguida se vería y perdería su efecto. No hay posibilidad de sustitución. No es la singularidad del momento de la creación lo que le confiere su notable individualidad, sino el lugar mismo. Un edificio supone siempre un espacio ocupado y con el que interactúa. Para obtener una copia perfecta sería necesario, pues, reproducir por entero su situación geográfica, cosa evidentemente imposible. Es verdad que un edificio no permanece idéntico a sí mismo por siempre: su forma y su contenido evolucionan. El desgaste, sin duda, lleva a restaurarlo aquí y allá a trozos hasta lograr en ocasiones una sustitución completa. Igual que el barco de Teseo, es posible que al final ninguno de los elementos que lo componen sean originales y que termine, con el paso del tiempo, convirtiéndose extrañamente en su propia réplica por medio de la multiplicidad de sus restauraciones. Pero, mientras que una pintura o una escultura disfrutan de una unicidad irremplazable (creativa, según W. Benjamin; de su aura, de su halo sagrado que mantiene a distancia al espectador y a su Gemüt) y crean así un mercado paralelo de la copia, que puede llegar incluso a experimentar la tentación malvada o genial de la sustitución —práctica al fin y al cabo legal en los museos donde, por razones de seguridad y de conservación, el doble suele hacer las veces de original—, una arquitectura queda casi del todo exenta de cualquier labor de falsificación. Y no es que en sí no sea copiable. Técnicamente, nada lo impide. Es que una copia, por perfecta que fuese, siempre sería incapaz de garantizar el papel perturbador de sustituto. Por lo tanto, es la misma situación arquitectónica —el emplazamiento, la historia de la construcción, la asistencia de público, etcétera— lo que evita mejor que cualquier test de autenticidad toda tentativa de copia. De modo que no se pueden crear réplicas con vistas a la conservación ni realizar una copia a fin de intercambiarla. Sin embargo, esto no significa que en la arquitectura no se dé el fenómeno de la mímesis. Está todavía más sujeta a ella que ningún otro arte. Como si su carácter de no copiable incitase una profusión de imitaciones de toda clase.
































































































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