Page 217 - El rostro de las letras
P. 217

    200 ESCRITORES Y FOTÓGRAFOS
unas librerías que no pasaban de ser lugares tronados y nidos de ratones. Y si esto era así para los que escribían en castellano, peor suerte corrían los que entonces se aventuraban a escribir en gallego y catalán. “El libro –recordaba Narcís Oller en sus memorias– no ha- bía conseguido interesar aún más que al pequeño núcleo de amantes del renaixement catalán despertado por los Juegos Florales y de los que figuraban en su modesta lista de próximos”. Publicar un libro
en catalán sin la ayuda de alguna corporación oficial, era un lujo que sólo unos pocos podían permitirse. Los autores se veían obligados a publicar sus obras por cuenta propia arriesgándose a los azares de una venta improbable. La mayor parte de los literatos del siglo XIX se vieron forzados a colaborar en la prensa para llegar a fin de mes con cierto desahogo. Larra debió recurrir a sus colaboraciones en El Ob- servador y El Español. Y, desde luego, la prensa le dio más celebri- dad. “En todas partes –escribió el propio Fígaro– es más apreciada la aristocracia del talento. Por aquí, un escritor es un vago sin oficio ni beneficio [...]. En España no se lee porque no se escribe, y no se escribe porque no se lee”. Y un siglo después, Pío Baroja vino a decir lo mismo: “En España no se venden libros, sencillamente porque no se lee. No hay crisis especial. No se ha leído nunca”.
En el último tercio del siglo XIX la situación pareció mejorar, gracias al éxito popular de las novelas por entregas publicadas en la pren- sa por autores como Enrique Pérez Escrich, Manuel Fernández y González y Julio Nombela. El propio Nombela, que nunca pasó de ser un autor segundón, recordaba que entre 1862 y 1872 percibió en concepto de derechos de autor por sus novelas, sus discursos para políticos como Ríos Rosas y sus trabajos de negro para Fernández
y González, entre 18.000 y 20.000 pesetas anuales; una verdadera fortuna, sólo igualada por los dramaturgos de moda y por el pro-
pio Fernández y González, el líder del momento en popularidad e ingresos. Los fotógrafos llegaron a tiempo de captar su imagen de hombre elegante y pagado de sí mismo, con su invariable perilla, frente despejada y sus grandes mostachos de mosquetero. Juliá, que le veía a menudo en el café de Platerías, registró su mirada desvalida en uno de sus últimos retratos, quizás en 1875, cuando el escritor era ya una sombra de sí mismo, asediado por la gota y por las deudas. Nada que ver con el escritor de éxito que conoció Nombela en el ecuador del siglo, desayunando con champán mientras dictaba sus textos a un propio. “Durante nueve meses –escribió Nombela–, el
Según Narcís Oller (1846-1930), la literatura en catalán sólo había logrado interesar a un reducido núcleo cercano al Renaixement. Hacia 1900 (Colección particular)
 Tan grande fue el éxito de ventas de Manuel Fernández y González (1821-1888), que a menudo necesitó echar mano de “negros”, algunos tan importantes como Julio Nombela y Vicente Blasco Ibáñez. Manuel del Palacio le recuerda como un niño impertinente, lleno por igual, de vanidad y de gracia. Este retrato atri- buido a MARTÍNEZ SÁNCHEZ es seguramente el mejor de todos los que nos han quedado del escritor, que no son pocos. Hacia 1855 (Biblioteca Nacional de España)



























































































   215   216   217   218   219