Page 107 - Perú indígena y virreinal
P. 107

 que por extensión se asoció al Perú, cuyos territorios guardaban además otras muchas minas de metales precio- sos, así que una y otra circunstancia llevaron a difundir la expresión «¡vale un Perú!», que se instaló en el lengua- je como equivalente de lo máximo, porque la plata y el oro se asociaban al dinero y a la opulencia, y por tanto se entendía que con ellos se alcanzaba «lo mejor». Unos años después hacia 1566, el hallazgo de las minas de azo- gue (mercurio) en la ciudad andina de Huancavelica facilitó la obtención y refinamiento de la plata, una vez impuesto en 1580 el método de amalgamación, convirtiéndose así este binomio Huancavelica-Potosí en los «dos exes donde andan las ruedas de todo este Reyno y la hacienda que vuestra Magestad tiene» (Virrey Mancera, 1648).
Pronto la sociedad del Perú virreinal fue consciente de lo que las entrañas de esta tierra le proporciona- ban y tempranamente echó mano de la plata y el oro para dar respuesta a sus necesidades en el ámbito civil y religioso, iniciándose desde mediados del siglo XVI una notable demanda de objetos que trajo consigo el inicio del arte de la platería colonial, cuya brillante continuidad se mantuvo —según los casos— hasta los albores del siglo XIX, iniciando su declive a raíz de la independencia.
Muchos son los testimonios de obras de platería conservadas que fueron fabricadas en el Perú durante los tres siglos de la presencia española, unas se encuentran dentro del territorio de su actual demarcación geopolítica, pero otras muchas están fuera de sus fronteras, fruto de la movilidad que todo objeto, máxime si está labrado en un metal noble, sufre por distintas razones —históricas, de comercio, coleccionismo, etcétera—. Pero todo el elenco conocido permite, sin ninguna duda, afirmar que la platería peruana —quizás, no suficientemente valorada— es espléndida por su calidad artística, por su abundancia cuantitativa y por su originalidad, extremo este que la hace verdaderamente genuina por ser el resultado de la síntesis de la experiencia transculturada por los españoles, más la que aportaron los indígenas, que fue mucha y de gran valor, tanto en lo que a técnicas se refiere como a la propia creatividad. Tan sólo varió la estética, que se dejó llevar por los gustos y conceptos de la cultura dominante, que no era otra que la española. Y únicamente en aquellas zonas donde las tradiciones indígenas estaban más arraigadas —como en el sur de los Andes y en el Altiplano— la continuidad de sus usos y costumbres dio lugar a su pervi- vencia durante la época virreinal y aun en la actualidad, permitiendo que lo más significativo de sus culturas se siga mostrando a través de objetos de adorno que lucen en sus atuendos como los prendedores (tupus y ttipquis), con los que sujetan la saya (accsu) a la altura del hombro o la manta (lliclla), los que sirven para los festejos lúdicos (bas- tones de baile), las ceremonias rituales —como los vasos para beber chicha (maíz fermentado) labrados en plata (akillas), en madera y en cerámica (keros) y cuyo gran valor simbólico los hizo piezas muy apreciadas— o los obje- tos que sirven para la representación del poder, como los bastones de mando de alcaldes y curacas (varayoc). La per- vivencia de sus códigos de lenguaje con los que comunicarse a través de signos y símbolos quedó asimismo conti- nuada en el tiempo (especialmente en la platería y en los textiles) más allá de su mundo prehispánico mediante el uso de los tocapus, que son unos «grafemas de escritura inca» en forma de diseños geométricos abstractos con fun- ción mnemotécnica para, a través de estos dibujos, ayudar a aumentar y mantener vivo el alcance de la memoria.
Además, la platería peruana también sobresale por su generosidad en el metal empleado, pues las piezas que se labraron aquí, en el Perú, son, como advirtiera fray Juan Meléndez, «de obra tan maciza que cualquiera de éstas pesa más que seis de su tamaño de las que se labran en Europa, donde se estudia más la apariencia y no el valor» (Tesoros verdaderos de las Indias, 1681-1682). Este mismo autor dará testimonio de la rica platería con que se equipaba la catedral de Lima en esas fechas, indicando que se vestía «con riquísimos frontales [...], cru- ces, candeleros, ciriales y blandones de plata», un lujo que alcanzó lo mismo al templo que a la casa, sin que ello extrañe cuando sabemos que Lima por ser la sede de la corte virreinal fue el lugar adecuado donde mostrar la
 [ 114 ] CRISTINA ESTERAS MARTÍN






























































































   105   106   107   108   109