Page 323 - Goya y el mundo moderno
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  cía Lamolla, José Caballero, Luis Fer- nández, José Luis González Bernal, Jo- sé Moreno Villa, Ismael González de la Serna, etc. Todos ellos han dejado numerosos y conocidos ejemplos de ta- les recursos iconográficos, con signifi- cados que se apartan ya de aquellos que determinaron la experiencia de Goya.
La naturaleza y la muerte
Muerte de la naturaleza. Humanos bo- degones. «Guiñapos, piltrafas, despo- jos» a los que la vida se ve reducida, inexorablemente transmutada en do- loroso vánitas sin esperanza teológica. «Estragos» de un heracliano acontecer, tan sólo iluminados por la gallarda luz de la razón, a los que no les queda más función que la de ocupar un sitio en el espacio figurativo.
Es lo que nos sugieren los bodegones que, al parecer como serie, Goya pudo pintar para sí mismo entre 1806 y 1812.17 O también la Cabeza de novillo (c. 1810) que se conserva en el Statens Museum for Kunst de Copenhague.
El más singular de todos estos cuadros, Cabeza de cordero y costillares (1806- 1812, París, Musée du Louvre) (Fig. 20) consiste, esta vez de una manera mu- cho más explícita, en una sobrecoge- dora exhibición de «carne cruda y vís- ceras prácticamente desposeídas de su sangre». Algo que supera, por el pro- tagonismo que alcanza la fuerte identi- dad de estos despojos, incluso a las tan- gibles piezas de carne que había pinta- do Pieter Aertsen en sus bodeg ones (pensemos, por ejemplo, en el magistral La cocinera, 1559, Bruselas, Musée des Beaux-Arts) (Fig. 21), que fueron muy estimados en España durante la segun- da mitad del siglo XVI, sobre todo en Sevilla, y que constituyen uno de los principales cimientos de nuestra poste- rior actividad bodegonista.18
Por su ilimitada procacidad, el bode- gón de Goya sigue siendo capaz de ri- valizar, siglo y medio después, incluso con esas chuletas y costillares que Mas- son asentara en el fondo de unos seres humanos en plena metamorfosis. O con las vísceras a las que, como se ha visto, recurren Ernst, Tanguy, Dalí o Frida Kahlo.
Resulta inevitable pensar en los bueyes desollados de Rembrandt (1640, Glas- gow, Art Gallery and Museum, y 1655, París, Musée du Louvre) (Fig. 22) co- mo señalados antecedentes (conocidos o no) de este chocante bodegón. Inde- pendientemente de sus posibles con- notaciones teológicas, los dos cuadros del genial holandés articulan una vi- sión ardientemente intensa del despo- jo animal. Aquel en el que, tarde o tem-
prano, también se resume nuestra efí- mera condición de seres condenados a la caducidad vital. De hecho, Georges Grosz, Chaïm Soutine, Lovis Corinth, Mario Mafai, Francis Bacon, o tantos otros, han reinterpretado en tales tér- minos los bueyes que pintara Rem- brandt.
Pero, frente al clima de crepitación in- candescente en el que Rembrandt su- merge sus despojos, lo que verdadera- mente sobrecoge en el goyesco Cabeza de cordero y costillares es la frialdad mortuoria y desesperanzada que ema- na de esos trozos de carne, pura mate- ria de la que ha huido ya todo hálito de vida y en los que sólo se evidencia capacidad para ocupar un espacio. En este caso, desasosegantemente vacío de todo lo que no sean ellos mismos.
Es a partir de tal prolegómeno figura- tivo, cuando este bodegón, en virtud de uno de esos actos de empática pro- yección de nuestro yo a los que hemos aludido al principio, parecería segre- gar adicionalmente una ironía amarga. En parte, derivada del extravagante pa- tetismo que se desprende de esa mira- da, ridículamente exánime, que mues- tra la cabeza cortada del cordero.19 Pe- ro también (como si se tratara de una de esas imágenes dobles que pintaba continuamente Arcimboldo) por la ma- nera en que la grasa que cubre los ri- ñones, al descubrir el extremo de sus ovoidales volúmenes, contribuye a su- gerir las pupilas de dos globos ocula- res que mirasen, dislocadamente es- trábicos, hacia lugares indeterminados y diversos del espacio esférico que los rodea. Ojos que, en realidad, no se si- túan en rostro alguno. ¿O es que, tal vez, están destinados al nuestro, como los ojos de los caballos del El dos de mayo de 1808?
Curiosamente, cuando en 1939 Picas- so realice Cabezas de cordero (col. par- ticular), obra nada lejana al bodegón de Goya, pintará tres cabezas, orien- tadas sobre tres ejes visuales estereo- métricamente distintos, que equival- drían a los ejes de visión sensorial que tras la muerte han perdido las cabezas cortadas.
Por las mismas fechas que Picasso, aun- que en otro lugar y bajo otras circuns- tancias, el británico Charley Spencer pintó su conocido Retrato de los dos desnudos (1936, Londres, The Truste- es of The Tate Gallery), hondo ante- cedente directo de los tan aireados «re- tratos-naturaleza-casi-muerta» de Lu- cien Freud. Como suele ocurrir tam- bién en los cuadros de Corinth, en es- te de Spencer los seres humanos se muestran explícitamente reducidos a la condición de «vivientes piezas de
carne» mientras, desde el primer tér- mino, un pernil semidevorado redun- da tal aserto alegórico.
En el conjunto de bodegones de Goya, al que pertenece el de la cabeza y los costillares, la muerte parece rondar por todas partes. Al menos como una «condición de ausencia» que se exten- diera sobre esas cuatro «raíces», o «ele- mentos», a partir los que Empédocles centró los principios que dan entidad a la naturaleza:
Aire (identificable con el dios Edoneo), tierra (con Hera), agua (con Nestis) y fuego (con Zeus). Elementos sobre los que sólo dos «fuerzas cósmicas» anta- gónicas tienen la capacidad de produ- cir el cambio: el amor (Afrodita) y el odio o discordia (Neikos).
Aunque no tenga consistencia para constituir siquiera una hipótesis de tra- bajo, sí resulta una apasionante ca- sualidad el que estos bodegones pa- rezcan cifrar, en términos negativos, esos cuatro elementos empedoclianos: La ausencia del aire (las aves que no vuelan porque ya están muertas), la au- sencia del agua (los peces que no na- dan porque ya están muertos), la au- sencia de la tierra (los vegetales arran- cados de su raíz de vida o los mamífe- ros que no corretean por estar ya muer- tos) y la ausencia del fuego (los dispa- ros de la caza que no queman porque ya se han producido. Esto es, la muer- te sobrevenida. O el fuego de la coci- na que aún no arde). En resumen, el horizonte de una total aniquilación). ¿Humanos despojos fruto del odio que engendra la discordia? ¿Piltrafas a las que quedamos reducidos a causa de los estragos que produce la ausencia del amor?
El bodegón de los Besugos (1808- 1812, Houston, Museum of Fine Arts) (Fig. 23), de la misma serie, vuelve a seducirnos desde presupuestos «espa- cio-gestuales». Gestuales, por las mi- radas casi «de extrañada y humana sorpresa» que parecen mostrar esos pe- ces arrojados fuera del agua.20 Espa- ciales, porque los ejes en que se inscri- ben sus cuerpos vuelven a «dotar de entidad multidireccional al lugar figu- rativo». Como lo hacen los ojos del cordero y los riñones «que miran», en Cabeza de cordero y costillares. Como lo hacen los cuerpos y trozos humanos mutilados en Grande hazaña! Con muertos! Como lo hacen los cadáveres y enseres que se precipitan gravitato- riamente en Estragos de la guerra (Cat. 104).
Contrasta en esto Goya con la mate- mática organización en ejes verticales y horizontales, o en controladas dia- gonales y parábolas, concedida por
Sánchez Cotán a los motivos de sus bo- degones. Cosa que también hicieron Loarte o Van der Hamen. Pero con- trasta, especialmente, con ese ordena- do haz de líneas concurrentes que arra- cima unos peces, muy parecidos a es- tos de Goya, en el cuadro de Velázquez Cristo en casa de Marta y María (1619- 1620, Londres, National Gallery). Cuando Luis Meléndez pinte su extra- ordinario Bodegón: besugos y naran- jas (1772, Museo Nacional del Prado) la geometría y el rigor de una mímesis casi hiperrealista habrá triunfado so- bre cualquier otra connotación.
Por todo ello, viendo los Besugos de Goya resulta difícil no pensar en los tres cuadros de truchas que pintaría Courbet casi al final de su vida (La tru- cha, 1872, Zúrich, Kunsthaus; La tru- cha, 1873, París, Musée d’Orsay [Fig. 24], y Tres truchas del Loue, 1872, Berna, Kunstmuseum). Provistos de una fuerte personificación humana y autobiográfica (la angustia de la pri- sión de Courbet en Saint-Pélagie, tras los sucesos de la Comuna),21 estas tru- chas moribundas también concentran su identidad en términos de gesto y es- pacio. Gestos de humana angustia y agonía en los dos primeros cuadros mencionados. Gestos de mortuorio despojo en el de los tres peces del río Loue. Intensa diagonal asfixiada y as- fixiante en los dos bodegones de las truchas solitarias. Gravitatorias piltra- fas verticales en el de las tres truchas muertas.
También vienen a la memoria los pe- ces que muestran su trágica, terminal y desesperanzada momificación en al- gunos bodegones de Van Gogh, inva- riablemente autobiográficos, como esas dos Naturalezas muertas con arenques ahumados pintadas en 1886 (Otterlo, Rijksmuseum Kröller-Müller [Fig. 25], y Basilea, Fundación R. Staechelin). O como la Naturaleza muerta con aren- ques ahumados y cabeza de ajo (1887, Tokio, Bridgestone Museum of Art). Peces, los de Goya, Courbet y Van Gogh, que sin embargo contrastan con el distanciamiento empático que con- figura los pintados por Manet, pro- fundo admirador del aragonés, en Na- turaleza muerta con anguila y salmo- nete (1864, París, Musée d’Orsay). Aunque estos peces de Manet sí pose- en, también, una fuerte capacidad de determinación espacial.
El siglo XX nos ha dejado tantos peces situados fuera del agua y cargados de alegórica significación que, simple- mente enumerarlos, sería farragoso. En un extremo contrario al fatalismo trá- gico que expresan la mayor parte de los que se han mencionado, estarían
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