Page 322 - Goya y el mundo moderno
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ce un ejemplo digno de compartir la tensión morbosa que, en su día, desa- rrollará también sistemáticamente el surrealismo: Santa Águeda (1630- 1633) (Fig. 12) del Musée Fabre de Montpellier. Los pechos cortados de la santa no sangran en absoluto. Provis- tos ya de necrótica frigidez, reposan so- bre la reflectante superficie de la ban- deja como turgentes islotes-cúpula que emergieran de una lámina de agua. Co- mo manjares de una repostería dirigi- da al subconsciente. Y en ese contacto con la dura superficie metálica de la bandeja, aún más fría que ellos mis- mos, como lo fue el instrumento que los amputó, recuperan imaginaria- mente un poco de su inicial tibieza bio- lógica.
En fin, está más que probado el prece- dente iconográfico que el Saturno de Rubens (1640, Museo Nacional del Prado) (Fig. 11) representó para el de Goya.14 En el cuadro del flamenco, la herida que los dientes de Saturno in- fligen sobre el pecho del niño no san- gra apenas. Pero como tampoco san- graría ese cuerpo tras el apasionado y cuidadoso mordisco de un abuelo. Y es una tierna escena de jugueteo lo que, comparado con el Saturno de Goya, parece mostrarnos el de Rubens. Situados casi dos siglos antes de que Goya pintara su Saturno, estos y otros ejemplos inauguraron una cantera ico- nológica cuyas singulares connotacio- nes se extenderían en todas las direc- ciones del imaginario pictórico hasta tiempos del pintor aragonés. Pensemos, sin ir más lejos, en esas Cabezas de pri- sioneros ejecutados (1918, Estocolmo, Nationalmuseum) que pintó Géricault. Después de Goya, los ejemplos segui- rían multiplicándose durante todo lo que quedaba de siglo XIX. Pero sin du- da será durante el siglo XX cuando es- ta «poética de la carne cruda que no sangra, que sangra apenas o que ya no irriga», ofrezca sus frutos más elo- cuentes. Aunque no siempre cosecha- dos en la dramática vertiente en que se mueve el Saturno goyesco.
Fue el simbolismo el movimiento que, desde los propios cimientos del nuevo siglo, mostró una poética visual más proclive a la ambigüedad equívoca y, especialmente, a desplegar una semán- tica de la adjetivación morbosa. Algo que la cultura occidental había here- dado, precisamente, de la caja de Pan- dora abierta en su día por el manieris- mo. Adentrándose ya en el primer ter- cio del siglo XX, Julio Romero de To- rres no es sino un simbolista epigonal. Pintor que, desde la extravagancia de su condición periférica (y aún sin ser demasiado consciente de ello), enlaza
con las poéticas de los realismos de en- treguerras y, sobre todo, con aspectos que estas figuraciones de nuevo cuño anticiparon acerca de lo que, inmedia- tamente después, constituiría la ruta visual del surrealismo.
Sensible a la equívoca necrofilia de esas barrocas cabezas cortadas del Bautis- ta que antes se han comentado, Ro- mero retoma el argumento de la «mar- tirizada-carne-cruda- que-no-sangra» en la Cabeza de Santa (1925) (Fig. 13) conservada en su casa-museo de Cór- doba. Sin embargo, en este caso, el San Juan ha cambiado su habitual sexo de marca por el femenino. Por otra parte, ese resto mutilado, inequívocamente una cabeza de mujer cortada y vacía de su sangre, mira de soslayo hacia las proximidades que la rodean, esbozan- do una ambigua sonrisa capaz de trans- mitir la espeluznante sensación de que estamos ante un complacido cadáver viviente.
En la Salomé (1926) (Fig. 14), del mis- mo museo, Romero hace que la prota- gonista femenina juguetee, precisa- mente, con los bordes del seccionado cuello de San Juan, cráter de una heri- da que ya no sangra y cuyo tacto, sin duda, le está transmitiendo frialdad de inanimada carne cruda. En este caso, diríamos que ya no provista de crude- za fresca sino, incluso, «dalinianamente podrida».
Finalmente, Romero de Torres se ex- playa, surperlativo, en la Salomé del Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo, obra pintada por las mis- mas fechas. Aquí, la lúbrica danzarina nos mira con expresión malintencio- nada mientras juguetea lésbicamente con una cabeza cortada de semblante absolutamente femenino, cuya herida tampoco sangra ya, y cuya gesticula- ción equívoca se reparte entre una se- mántica del dolor y otra del placer. Por supuesto que nada, como no sea el mero mecanismo significante de la re- tórica visual, permite asociar ya el Sa- turno de Goya con estas tortuosas in- cursiones en la «poética de la incruen- ta carne cruda» realizadas por Rome- ro de Torres.
Tampoco estamos en el mismo uni- verso de Goya, aunque sí ante una pa- reja capacidad de proyección emocio- nal sobre el espectador, cuando con- templamos la obra de Christian Schad Operación (1929, Múnich, Alte Pina- kothek). En este desasosegante cuadro, nuestra mirada se vuelca en picado so- bre una mesa de quirófano rodeada por cirujanos y enfermeras, de entre cu- yas sábanas emerge, pinzado, inciso, despellejado y asépticamente incruen- to, el pene del paciente. La transmi-
gración de un trozo de nuestro yo físi- co, sobre todo cuando es «yo masculi- no», hacia ese incruento islote de cru- da carne autopsiada (que especular- mente se nos antoja también «carne de nuestra carne» como el bocado de Sa- turno) nos traslada hasta las escalo- friantes regiones de lo siniestro. Pero Schad jugaba con las cartas marcadas, pues a finales de los años veinte el su- rrealismo había desplegado ya sus efec- tos visuales más poderosos.
Incluso antes de que se promulgara el Manifiesto surrealista, Max Ernst ha- bía echado mano de algunos de estos recursos. Edipo rey (1922, col. parti- cular) (Fig. 15) es un ejemplo casi fun- dacional del papel que luego el Surre- alismo concedería al uso equívoco de heridas que no sangran. En este caso, además, anticipador de esa inmersión quirúrjica en un cuerpo que refleja el propio, que Schad intrumentalizaría, como hemos visto, a partir de fórmu- las mucho más obvias. Y en El elefan- te de las Célebes (1921, Londres, Tate Gallery) (Fig. 16) o en Estrato mineral don de la naturaleza de lava gneis mus- go islandés 2 especies de hierba pul- monar 2 especies de desgarro intesti- nal excrecencia cardiaca b) lo mismo en un cofrecillo finamente pulido algo más caro (1920, Nueva York, Mo- MA), Ernst había recurrido a imáge- nes de mutilación y de autopsia in- cruenta para debilitar las defensas de nuestro aparato consciente durante la contemplación de la imagen.
Se haría interminable recorrer la gale- ría de visiones que a este respecto ofre- ció la imaginería del surrealismo. Pero resulta difícil no posar la mirada sobre algunos ejemplos especialmente reve- ladores.
Es el caso de Ives Tanguy, cuyos oní- ricos paisajes contienen a veces formas que aluden explícitamente a vísceras, evocadas mediante el recurso a una «autopsia» incruenta.15 Ocurre, por ejemplo, en Hacia lo que quería (1927, Nueva York, col. Richard S. Zeisler). Pero de vísceras que no sangran ten- dremos que hablar luego, al hilo de otra cuestión.
Después de una dilatada inmersión en los paisajes que la sangre y lo podrido evocan desde las trastiendas de la con- ciencia, Salvador Dalí pintó su famoso Canibalismo en otoño (1936, Londres, Tate Gallery) (Fig. 17). Como en el go- yesco Duelo a garrotazos, los restos de unas formas humanas que han queda- do reducidas a la condición elemental de entes devoradores, se hieren mutua- mente con el metal de los cubiertos. No hay sangre en los tajos, punciones y cu- charadas, sólo blandura desestructu-
rante de las formas. También algunos indicios de carne cruda, casi líquida, de- positados sobre la superficie del dali- niano mueble de cajones. Escorada, co- mo siempre en Dalí, hacia connotacio- nes de terror sexual masculino, esta blandura incruenta, fruto de la flacci- dez licuante de lo sólido, funciona aquí como simétrico contrapeso trágico de esa carne cruda que apenas sangra en el Saturno de Goya.
Tal vez sea André Masson el surrealis- ta que utiliza con mayor frecuencia y con una intensidad más explícita el re- curso de la visión de la carne cruda. Así, buena parte de la transmutación que se opera en Metamorfosis de los amantes (1938, col. particular) (Fig. 18) se resuelve en un desgarramiento de la superficie de los cuerpos que, sin sangrar, muestran vísceras, músculos y huesos.
En Pigmalión (1939, Montreal, col. François Odermatt) es una explícita y cruda chuleta de buey atravesada por un tenedor, lo que, junto a una cara- cola-vagina dentada, muestra Masson en el interior del objeto de veneración pigmaliónica.
Un crudo costillar reaparece también en El taller de Dédalo (1939, col. par- ticular). Pero quizás sea Gradiva (1939, col. particular) la obra de Mas- son donde la caracola-vagina dentada y la incruenta chuleta de carnicería ad- quieren mayor intensidad expresiva. No sería plausible terminar esta incur- sión en las heridas surrealistas que no sangran, o que sangran apenas, sin re- ferirnos al caso de Frida Kahlo. En dos obras tan señaladas como Las dos Fri- das (1939, México, Museo de Arte Moderno) y La columna rota (1944, México, col. Dolores Olmedo) (Fig. 19), Kahlo se sumerge en sí misma mostrándonos sus propias vísceras en- fermas o tajándose el cuerpo para ha- cer visible la fuente de sus quebrantos físicos y anímicos. Y es, sobre todo, esa clarividencia con que nos envuelve la ausencia del «escándalo que causa lo sangriento» lo que nos sobrecoge de una manera más honda.
El recurso a la mutilación, las vísceras o las heridas que apenas sangran fue también muy habitual entre los surre- alistas españoles. Ya se ha menciona- do el caso de Salvador Dalí, quien, du- rante su inicial etapa española y hasta que en 1929 pasara a formar parte del grupo surrealista francés, había utili- zado una y otra vez ambos recursos; eso sí, con frecuentes incursiones en lo sanguinolento.16 Pues bien, también lo harían Federico García Lorca, Óscar Domínguez, Joan Massanet, Esteve Francés, Ángel Planells, Antonio Gar-
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