Page 66 - Actas Afrancesados y anglófilos
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Lo que pasó en el XVIII.Cambios indumentarios: una nueva política del cuerpoRosa Pereda de CastroEn este texto voy a romper un poco la perspectiva histórica para arrancar muy expresamente del día de hoy. Y lo hago desde la convicción de que casi todo lo que nos pasa, más que en la vida política, es decir “propiamente histórica”, en la vida cotidiana, nos pasa desde el siglo XVIII. Y desde la no menor conciencia de que, aparte de no quedarnos más remedio, ya que estamos pensando desde ahora, sólo desde este presente bastante convulso, podemos comprender el siglo XVIII, cuando todo empezó.Lo nuevo de las últimas décadas del siglo XX, y lo que va del XXI, es la globalidad... de Occidente. Desde el punto de vista de la indumentaria, una globalidad que nos hace ser, en palabras de Octavio Paz, contemporáneos de todos los hombres, vale decir, parafraseándole, contemporáneos de todos los sistemas indumentarios, o de casi todos. Sin necesidad de acudir a los documentales del Nacional Geographic, si usted se da una vuelta por un aeropuerto internacional, podrá encontrarse con muchas de esas vestimentas que, enseguida, nos hacen saber mucho de quien las lleva. El del sombrero negro y los tirabuzones delante de las orejas, y el levitón, es un judío ultraortodoxo. Su mujer, con una peluca ostensible, ropa larga y un pañuelo encima de la peluca, vigila a unos niños rubios con sombrerito, abrigo largo también negro, y rizos delante de la cabeza rapada. Parecen polacos del siglo XVIII. El de la chilaba, el kaftán y la kufía en la cabeza, con su mujer de largo abrigo negro y con el pelo cubierto, es un musulmán. Visten como sus antepasados del siglo XVIII. La de pelo largo descubierto, faldas hasta los pies, con los talones y los dedos cerrados, y pañuelo en los hombros, es una gitana, española o rumana, da igual, y su hombre, que es un patriarca, lleva sombrero y bastón. La del sari, la del estampado senegalés, en fin. La mujer con el pelo velado por una toca, que viste un traje amplio hasta el suelo apenas ceñido a la cintura por un cordón, no es una mora, es una monja, aunque aquella otra monja lleve la falda hasta media pierna, las medias gruesas y los zapatos masculinos, y una rebeca de punto. Esta, reformada por el Vaticano II. Y ese hombre, con sombrero de ala ancha, con la especie de abrigo largo y embotonado y cuello blanco del que apenas podemos ver el borde, es un cura católico... antiguo. Pues bien, todos ellos quieren que se les reconozca. Sus trajes, además de cubrirles y abrigarles, son una señal. Una seña de identidad –y Juan Goytisolo, que acuñó el término, y no para la ropa precisamente, me confesó una vez que estaba hasta los pelos de la frasecita. Pero ahora ya no está tan de moda.Y luego están los demás. Los demás, con variantes que si bien se mira son muy amplias pero que no nos dicen casi nada de quien es el que está dentro, son los occidentales... Los que se atienen, a más o menos precio, con más o menos gusto, más o menos a la moda –y esos datos claro que los podemos ir apuntando con cierto margen de error- a otro sistema codificado: la normalidad, quiero decir, la norma, occidental.Así que en la sociedad global vemos convivir muchos sistemas indumentarios, que se reivindican como sistemas identitarios. Relacionados con religiones, nacionalidades o estructuras sociales cerradas o enquistadas. O con su ausencia, con su inoperancia. Como decían los estructuralistas, con su impertinencia, que es el caso del sistema hoy dominante, la que podríamos llamar la ropa del mercado, es decir, el sistema vestimentario occidental.1