Page 226 - 100 años en femenino
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Si se tenían posibles quedaba la anulación, que concedía la Iglesia previo pago de sumas astronómicas y de un viaje a Roma donde el Tribunal Eclesiástico estudiaba el caso y dic- taba sentencia. Pero no estaba al alcance de la mayoría de los ciudadanos, ni mucho menos.
En lo que se refiere al control de la familia, había muchos impedimentos para hacerse con anticonceptivos que hasta muy entrados los años sesenta, incluso los setenta, eran pocos, clandestinos y no siempre seguros. Las mujeres que vivíamos en ciudades y pueblos cerca de la frontera la cruzábamos y nos agenciábamos supositorios vaginales que en Francia se vendían sin receta. Y más adelante aprendimos a convencer a nuestros maridos para que nos dejaran ir a Londres, donde en aquellos años cualquier mujer de cualquier país podía entrar en un hospital y pedir que le pusieran un dispositivo intrau- terino que le permitiera olvidar los sobresaltos de un nuevo y no deseado embarazo. Siempre, por supuesto, que nuestros maridos no fueran profundamente religiosos, porque la Santa Madre Iglesia le tenía –y le tiene– verdadera aversión a todos los anticonceptivos, porque consideraba que el amor físico –usar del matrimonio, lo llamaba– no tenía más justificación que la de procrear, tener hijos para la patria y para el servicio de Dios. Por tanto, aunque los hubiera habido en España, no se habrían vendido anticonceptivos en las farmacias. Y si una mujer que se negaba a tener los ocho, diez o dieciocho hijos que habrían merecido un premio del Caudillo de España descu- bría que sin quererlo había quedado embarazada, como poco a poco había aprendido el arte de la transgresión, iba a Londres, esta vez para abortar. No quiere esto decir que no se hicieran abortos en España, los había en todas las ciudades y pueblos, por más que ni se sabía oficialmente ni se habría aceptado, porque la mayoría se practicaban en condiciones extremada- mente precarias de salud, seguridad e higiene, y precisamente por esto estaban al alcance de casi todos los bolsillos. Pero ir a Londres para quien se lo pudiera permitir suponía alejarse del riesgo del control de la policía, porque las penas por abortar eran, como corresponde a un país católico, tremendas.
Poco a poco pudimos también opinar, estudiar, tener nues- tras ideas y defenderlas, sobre todo si estábamos dispuestas o al menos conformadas a soportar las chanzas de los hom- bres, que en aquellos tiempos eran casi todos profundamen- te machistas, tal vez no por convicción pero sí por educación y costumbre. Uno de los recursos que más les gustaba era el
227—Rosa Regàs Transformación de la sociedad