Page 225 - 100 años en femenino
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 también que las mujeres conquistamos ínfimas parcelas de libertad, como asistir a la universidad o comenzar a trabajar, pero de todos modos era imprescindible estar casadas con una persona civilizada que, a regañadientes o no, aceptaba y comprendía nuestra voluntad. Podíamos, siempre con su sonrisa complaciente que indicaba que nada tenía en contra, ponernos minifaldas minúsculas, bikinis aunque estuviera prohibido en las playas, podíamos trabajar, las mujeres bur- guesas o de la clase media, porque las de clases más humildes, esas que el régimen no permitía llamar «obreras», sino «pro- ductoras» o «trabajadoras», lo habían hecho siempre. Pero lo que no podíamos ni ellas ni nosotras era abrir una cuenta corriente donde ingresar nuestro sueldo sin la venia mari- tal. Pero esto no quería decir que se hubiera normalizado la situación, ni para ellos ni para nosotras, y menos en lo que se refiere a cambios y progresos en la igualdad entre sexos, ni en los permisos que debíamos obtener para cualquier actividad económica y pública.
La mujer que quisiera separarse no podía contar con el divorcio, porque siendo el matrimonio un sacramento, como tal imprimía carácter y era por tanto indisoluble. Daba lo mismo que el amor hubiera muerto, que las peleas fueran insoportables y constantes, que el marido maltratara a su mujer, la ridiculizara en público, le rompiera un brazo, le dejara recurrentemente un ojo morado o la obligara a toda clase de sevicias sexuales. De hecho había siempre una presunción de inocencia a favor del marido que podía llegar impunemente hasta el asesinato. No había más solución que hacer lo que lo que la madre repetía a su hija o predicaba el cura de la parroquia a la feligresa: «Aguanta, hija mía», y no añadían «no hay nada que hacer» seguramente por piedad, porque efectivamente no había nada que hacer. Y la mujer que aun así abandonara el hogar para no ser vapuleada toda- vía más o por miedo a morir de una cuchillada, perdía los hijos, a los que solo podía ver si se lo permitía la misericor- dia de su agresor. La sociedad le daba la espalda y pasaba a ser una marginada que no recibía la menor ayuda por más que hubiera servido al marido y a la familia durante años, tenía que mantenerse por sí misma aunque no hubiera reci- bido ningún tipo de preparación o estaba obligada a irse a vivir con su madre, si esta era la voluntad de su padre. Los hijos habidos fuera de ese malogrado matrimonio eran ilegí- timos y apenas gozaban de derechos.
Marisa Flórez
El ministro de Justicia, Francisco Fernández Ordóñez, y la diputada centrista María Dolores Pelayo fueron los encargados de defender el divorcio por mutuo acuerdo en la comisión
19 de diciembre de 1980 El País, Madrid
226—Rosa Regàs Transformación de la sociedad





























































































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