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10 Jameson, op. cit., p. 10.
pan-nacional o apátrida dentro de un Pabellón nacional introduce un elemento que, más que una autorreferencial mise-en-abyme, parece indicar desde un principio la importancia de poner en circulación un doble de lo que hay, un «casi lo mismo» pero con un desplazamiento de gran significación. La domesticidad de la escala del cacharro y sus rastros de estar vivido, rodado, utilizado, son la primera revelación de la necesidad de habitar lo inhabitable, empezando por el propio Pabellón.
Junto a él se acumulan maquetas, prototipos, reproducciones a escala de arquitecturas vernaculares que hablan de una espacialidad marginal, de un imaginario del extrarradio: del parquin de centro comercial, de espacios de tránsito o de bloques de viviendas, que son al mismo tiempo el reservorio genético de la modernidad en la arquitectura popular que puebla las ciudades del mundo. La escala humana que caracteriza el trabajo de Colomer introduce así una experiencia ficcional, ya que el cambio de escala es un terreno abierto a la especulación. El propósito de la instalación no es ofrecer planes urbanísticos en detalle, ni soluciones formales o modos de organización espacial, sino de dar a ver con total radicalidad una acumulación de las formas potenciales del desplazamiento en contraposición a una idea de la arquitectura que llevara implícita la idea de estabilidad. Las maquetas se amontonan como un uso potencial, como preparadas para ser desplazadas, movidas, utilizadas. Esto acentúa su calidad de semas, como fragmentos de un campo semántico mayor: como en el caso de la estructura móvil, los medios de producción se revelan como parte de la narrativa de la obra. Jameson escribía: «Nuestra imaginación es rehén de nuestro modo de producción»10, esto es, la fantasía tiene condiciones de posibilidad histórica.
Las gradas que se sitúan a su alrededor acentúan el diseño del espacio de entrada como un lugar para la congregación política sin resultado obvio, como a la espera de una ceremonia potencial por ocurrir. Y las gradas suponen esa posibilidad de sentarse a mirar, de constituirse como participante o de participar mirando a los demás como actores. Del mismo modo en que un prestidigitador muestra el truco de su aparente magia, Colomer suspende la incredulidad del público al tiempo que rompe con la cuarta pared, en esa característica de su obra que el crítico Manel Clot definía como una «pugna por la creación de una atmósfera rebosante de vida»11.
11 Manel Clot, «Schaflende: La palabra no dicha (el hombre de los lobos)», en Acción Paralela, núm. 2, 1996.
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