Page 151 - El rostro de las letras
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    134 EN LA FRONTERA DE LOS SIGLOS
capital del nuevo Estado liberal. Como símbolo de aquella transfor- mación han quedado algunos hechos memorables: la inauguración de la estación de Atocha (1850), la construcción del Congreso de los Diputados (1855) y la llegada de las aguas del Lozoya (1858). En 1860 se puso en marcha el Plan de Ensanche diseñado por Carlos María de Castro, que acabó configurando buena parte de la actual fisonomía de la ciudad, con el propósito de convertirla en una “ca- pital digna de España”, en palabras de Fernández de los Ríos.
Madrid mudó radicalmente su aspecto, adoptando algunos de los signos de modernidad de las grandes ciudades a las que pretendía emular, como Londres y París: se inauguró la primera línea de tran- vías de mulas entre la Puerta del Sol y el barrio de Salamanca (1871)
y la nueva plaza de toros de Felipe II (1874); se abrieron al público
el teatro de la Comedia (1875), el mercado de la Cebada (1875), la estación de Delicias (1879), la Biblioteca Nacional (1892), la Bolsa (1892) y el Banco de España (1891); se acabó de instalar el servicio de iluminación de la ciudad (1881), y en los dos últimos años del siglo se electrificaron los tranvías. No obstante, aquel Madrid de la Restaura- ción tenía aún mucho de poblachón. Recordaba Ortega y Gasset que, siendo niño, los campos de trigo comenzaban en la plaza de Santa Bárbara, y por el centro de la ciudad aún cruzaban apaciblemente las burras de leche y los rebaños de cabras. Madrid olía aún a los panes que cocían los Baroja en el horno de Capellanes; a chocolate y vinazo de Valdepeñas; a los sórdidos vicios que se practicaban en las oscuras callejas que se llevó el progreso, para dejar sitio a la orgullosa Gran Vía; a la algarabía de los mercados y los gritos de los vendedores y los pregoneros; al rumor de los menestrales y los cocheros de punto; al trémolo de los organillos; al bullicio de los titiriteros y los húngaros; a las bocinas de los primeros automóviles, a las boñigas de las caballe- rías que ornamentaban los entierros con sus relinchos y gualdrapas.
Un desarrollo similar había experimentado Barcelona, encorseta- da en el exiguo ámbito de sus murallas, sofocada por las montañas que corrían paralelas al paisaje que dibujaban en el puerto las velas de los barcos que hacían la ruta de las Américas. Todo lo que después, ante el empuje de la Exposición Universal de 1888, iba
a convertirse en el orgulloso Ensanche proyectado por Ildefons Cerdá, era en el ecuador del siglo un inmenso erial. El popular barrio de la Barceloneta quedaba aún extramuros, aunque su parla




























































































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