Page 57 - Eduardo Mendoza y la ciudad de los prodigios
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intentonas editoriales, decidió expurgar y reducir a su formato definitivo.
La vida en Barcelona del tardofranquismo era pródiga en expectativas. Pero se veía lastrada también por la cerrazón de un régimen que mostró su grisura y su brutalidad hasta el final. Mendoza se sentía a disgusto en esta mediocridad ambiental, ansiaba otros horizontes. De manera que en la pri- mavera de 1973, cuando Helena Ramos, entonces su novia y posterior- mente su primera esposa, le señaló en las páginas de La Vanguardia un anuncio insertado por Naciones Unidas, en el que se solicitaban traductores e intérpretes, Mendoza no lo dudó. Estuvo unos meses preparándose, se presentó a las pruebas correspondientes y obtuvo el empleo. Pensaba en que sería destinado a París, Roma, Ginebra o alguna otra capital europea. Pero en septiembre fue enviado a Nueva York, que para él, en esa época, era un lugar remoto, «un confín del mundo». Tenía 30 años y una nueva y estimulante etapa vital por delante.
Antes de partir, Eduardo Mendoza visitó al poeta Pere Gimferrer, por en- tonces ya ocupado en tareas editoriales en Seix Barral, donde sigue, y le en- tregó el manuscrito original, todavía sin título definitivo, de La verdad sobre el caso Savolta. La primera piedra de la amplia bibliografía de Mendoza «dormiría» durante dos años en la editorial antes de salir a la venta en el Día del Libro de 1975, coincidiendo con la festividad de Sant Jordi, multi- tudinaria jornada cultural en Barcelona. Su aparición sería todo un aconte- cimiento, en opinión de la crítica literaria del país, según se ilustrará más adelante.
Pero no adelantemos acontecimientos y volvamos a la ciudad de los ras- cacielos. El Nueva York que recibió a Eduardo Mendoza en 1973 era una urbe caótica que se distinguía por unos servicios públicos deficientes y un alto nivel de inseguridad en las calles. A Mendoza, sin embargo, no le costó descubrir sus atractivos. El primero era un trabajo como traductor en la sede central de la ONU, que a menudo versaba sobre materias de escaso interés o muy técnicas, pero que le dejaba libre media jornada. El segundo, un abanico casi inabarcable de teatros, cines, salas de conciertos, restau- rantes, bares y tiendas de ropa por las que el autor, que siempre fue muy
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