Page 10 - Anuario AC/E de cultura digital 2018
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Y este aumento de las capacidades sensitivas que ahora portamos en nuestro bolso o bolsillo los habitantes de cualquier ciudad se combina con los que aportan los aparatos que también miden y captan datos desde nuestros coches, casas, edificios oficiales, semáforos, etc. Nuestro teléfono sabe dónde estamos, pero también, gracias a la aportación de datos mancomunada, predice si tendremos un atasco un poco más adelante porque otros coches, otros móviles e incluso las cámaras de tráfico están «viendo» lo que nosotros todavía no.
Este sistema artificial permite, por ejemplo, y mucho más allá de los sensores básicos, que existan aplicaciones, Shazam es la más conocida, que además de escuchar permiten descubrir la música que suena en la televisión o en la radio con solo apretar un botón. Son tan utilizadas que recientemente han sido objeto del interés del fabricante de teléfonos móviles Apple, que la ha comprado1 por unos trescientos cincuenta millo- nes de euros, pero también hay otros programas de software2 que con solo enfocar el objetivo
de la cámara hacia un cuadro determina qué cuadro es, quién es su autor y dónde fue pintado. Las aplicaciones ejercen el mismo efecto que
los sentidos humanos más complejos, como la cinestesia, al combinar varias de las funciones con servicios alojados en la nube.
Y hasta aquí, de forma somera, solo hemos retratado el aumento exponencial de las capaci- dades de medir montones ingentes de informa- ción en nuestros alrededores y sobre nosotros mismos. Pero, como muy bien determina la teoría de la información, el aumento de datos no es directamente proporcional al aumento de conocimiento. Se necesita procesar esos datos, cruzarlos y entender qué significan. Al aumento del volumen se ha añadido la velocidad a la
que podemos recogerlos y la variabilidad de sus tipologías; estas tres «uves» son las que se han venido conociendo como las que configuran el concepto de Big Data, («macrodatos» para la Fundación del Español Urgente, por escapar del anglicismo).
Para analizar todo esto, las capacidades de las máquinas privadas y públicas han aumentado notablemente en los últimos años, tanto en tamaño como en velocidad de cálculo. ¿Y cómo puede afectar todo esto al ámbito cultural?
Conectados a una malla digital inteligente
Hace dieciocho años Kevin Ashton, del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), acuñaba el término Internet of Things —«Internet de las cosas»— para referirse a la relación entre la tecnología RFID (Radio Frequency Identification Device) e Internet. La tecnología de identifica- ción por radiofrecuencia permite reconocer de forma automática cualquier objeto, animal o persona gracias a la información contenida en las etiquetas electrónicas (tags) que portan. Es, entre otras muchas cosas, la tecnología que está permitiendo a compañías como Zara revolucio- nar la manera de fabricar y distribuir la ropa en todo el mundo.
Y este aumento de las capacidades sensitivas que portamos en nuestro bolsillo se combina con los que aportan los aparatos que también miden y captan datos desde nuestros coches, casas, edificios oficiales, semáforos, etc.
Ashton describió de forma muy acertada el panorama tecnológico actual:
Si tuviéramos ordenadores que supieran todo lo que hay que saber acerca de las cosas, mediante
el uso de datos que ellos mismos pudieran recoger sin intervención humana, podríamos monitorizar, contar y localizar todo a nuestro alrededor; y, de esta forma, reducir increíblemente gastos, pérdidas y costes. Sabríamos cuándo reemplazar, reparar
o recuperar lo que fuera y conocer si su funcio- namiento está siendo correcto. El Internet de las cosas tiene el potencial para cambiar el mundo tal y como hizo la revolución digital hace unas déca- das. Tal vez incluso hasta más.
        LAS NUEVAS CIUDADES CONECTADAS Y LA CULTURA · MARIO TASCÓN
Tendencias digitales para la cultura


















































































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