Page 354 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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3 Álvarez del Vayo, Julio, The Last Optimist, Londres, Putnam, 1950, p. 228.
La diferencia en el bagaje cultural de ambos, que no puede ser más profun- da ni más amplia, se refleja claramente en el abismo existente en la recopi- lación de sus discursos. La mayoría de los discursos de Franco consistían habitualmente en una parte de autocompasión y autoensalzamiento en la que enaltecía su propia dedicación a la tarea de salvar España junto a otra parte, normalmente redactada por funcionarios, en la que se enumeraban los logros de su régimen. Hoy son solo lectura apta para nostálgicos e his- toriadores profesionales. Los discursos de Azaña, en cambio, son didácticos, inteligentes y a menudo contienen soluciones ingeniosas para problemas importantes y complejos. Constituyen una fuente espléndida y fascinante para estudiar la historia de la Segunda República.
Azaña dejó como legado sus brillantes diarios, escritos con una lúcida y mordaz prosa castellana, en los que refleja perspicaces conversaciones con sus contemporáneos. En el caso de Franco, cuyas horas de ocio transcurrían entre la caza y la pesca, jugando al mus y al tresillo o viendo fútbol por televisión, no disponemos de nada equivalente. Están las aburridas conver- saciones grabadas por su primo Francisco Franco Salgado Araujo y sus propias producciones, Diario de una bandera y sus Apuntes. El Diario de una bandera es una obra típicamente sanguinaria de un africanista; los Apuntes resultan de una sorprendente simplicidad ilustrada con afirmacio- nes como que los masones eran “ateos, traidores en el exilio, delincuentes, defraudadores, infieles en el matrimonio”. Franco hacía quinielas. Es difícil imaginar a Manuel Azaña haciendo lo mismo.
En gran medida, los líderes de los dos bandos en la Guerra Civil españo- la simbolizaban las dos culturas en conflicto. Franco, el soldado dispues- to a desatar un derramamiento masivo de sangre con el fin de resucitar la vieja España de glorias imperiales, jerarquías sociales y propiedad invio- lable; Azaña, el hombre de paz y racionalidad, comprometido con la moderación y la modernización de España. No es que Azaña fuera inca- paz de ejercer la autoridad, lo hizo con decisión y determinación en mu- chas ocasiones. Una de ellas, durante el levantamiento anarquista en el Alto Llobregat en enero de 1932, cuando no dudó en enviar al ejército para extinguirla; sin embargo, cuando se juzgó a los responsables, se opu- so a las ejecuciones declarando: “Es que no quiero fusilar a nadie. Alguien ha de empezar aquí a no fusilar a troche y moche. Empezaré yo”. Un incidente similar tuvo lugar después de la Sanjurjada de agosto de 1932. El presidente mexicano, Plutarco Elías Calles, envió un mensaje a Azaña: “Si quiere evitar un baño de sangre y que la República se mantenga, fu- sile a Sanjurjo”. Azaña se negó3.
Esta actitud contrastaba radicalmente con la implacable crueldad de Fran- co. Oficiales que sirvieron bajo sus órdenes recordaban posteriormente cómo imponía una disciplina salvaje, en la que se fusilaba por la más leve infracción del reglamento. Franco llegó a adquirir fama a escala nacional
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