Page 307 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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hace hasta las reformas del Conde Duque de Olivares, los Decretos de Nueva Planta o, incluso, la convocatoria de las Cortes de Cádiz y la Cons- titución de 1812.
Las controversias que derivan de estas diferencias conceptuales parecen reclamar argumentos del campo específico de la historiografía cuando, analizado el problema en su conjunto, constituyen un campo de batalla casi inabarcable en la historia de las ideas, en el que entran en disputa hipótesis filológicas y programas políticos, críticas textuales y creencias religiosas, fórmulas filosóficas y tradiciones inmemoriales. El profesor italiano Federico Chabod fue, hasta donde sé, uno de los primeros en observar la grave distorsión de los hechos en los que incurrían las narra- ciones del pasado al interpretar en sentido actual términos que, mante- niendo invariable su significante, han cambiado de significado con el transcurso del tiempo, acomodándose a los requerimientos de las sucesi- vas luchas por el poder. A estos efectos, un término como imperio no significaba lo mismo en el siglo xv que en el xix, puesto que, en el primer caso, se refería estrictamente al poder como fenómeno y, en el segundo, a la extensión geográfica sobre la que ese poder se extendía. El imperio de los Habsburgo, en el siglo xvi, era la forma en que se designaba el poder que ejercía esta dinastía sobre reinos, principados, condados, ducados, villas, ciudades o aldeas adquiridas por herencia, asociación, conquista u otros procedimientos, de los que Maquiavelo ofrece una circunstanciada clasificación en El príncipe. Desde el punto de vista territorial, en cambio, las circunscripciones sobre las que los Habsburgo ejercían el poder eran sus dominios, no su imperio. De igual manera, los dominios de los Habs- burgo, así como los de los restantes monarcas de la cristiandad, tenían una correspondencia con sus estados, un concepto con el que hasta la generalización del absolutismo se designaba a los estamentos –clero, no- bleza, pueblo llano– representados en las Cortes. Y era por último en estas Cortes medievales donde, mediante un juramento recíproco de fi- delidad, surgía el cuerpo político que acababan integrando un soberano y unos súbditos.
Conceder al término imperio el significado territorial que solo adquiriría en el siglo xix, cuando coincidieron en el tiempo la expansión colonial y el establecimiento de las narraciones historiográficas de las principales naciones europeas, propició en el caso de España un error de perspectiva que, en última instancia, se convirtió en una de las claves imprescindibles para alumbrar el mito de las dos Españas. A este respecto, y pese a lo que en el siglo xix establecen obras como la Historia general de Modesto La- fuente, España nunca gobernó un imperio en el sentido en el que lo hi- cieron Francia o Inglaterra. Lo que sucedió, por el contrario, es que el imperio de la dinastía Habsburgo –esto es, el poder político de sus suce- sivos titulares– se ejerció desde Castilla, a raíz de que la revuelta de los Comuneros arrancó del emperador Carlos V la promesa de que su sucesor,
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