Page 265 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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Nos ha tocado vivir y gobernar en una época en que [...] los catalanes dicen: “Queremos vivir de otra manera dentro del Estado español”. La pretensión es legítima; es legítima porque la autoriza la ley, nada menos que la ley constitucional. La ley fija los trámites que debe seguir esta pretensión [...]. Los catalanes han cumplido estos trámites, y ahora nos encontramos ante un problema que se define de esta manera: conjugar la aspiración particularista o el sentimiento o la voluntad autonomista de Cataluña con los intereses o los fines generales y permanentes de España [...]. Este es el problema y no otro alguno.
Azaña sabe muy bien que el problema es difícil, pero insiste en que se tiene que resolver como lo que es: un problema político. Con la convicción de que “la solución que encontremos, ¿va a ser para siempre? [...], ¡quién lo sabe! Siempre es una palabra que no tiene valor en la historia y, por consi- guiente, que no tiene valor en la política”. Planteada en estos términos la cuestión, la respuesta de Azaña es clara: “¿Y ahora se pretende que sigamos con [...] el unitarismo absorbente y de asimilación, oponiéndonos a las querencias españolas más antiguas? Jamás”. Y concluye: “Toda esta política [...] es una política de libertad, esencia de la República; es una política [...] de reconstrucción de los valores históricos y espirituales de España que valen la pena de ser mantenidos en nuestra edad, no es una política de ar- queólogos, sino de hombres modernos”.
Cuatro años después de que Azaña pronunciara estas palabras, todo estalló. La Guerra Civil arrasó el intento de construir un Estado fundamentado en la razón política defendida por Azaña. Tanto es así que se puede hablar de un segundo tiempo, bien diferente, en la relación de Azaña con Cataluña, como lo prueba la reflexión desolada que escribió el 18 de julio de 1938: “(La cuestión catalana perdurará) como un manantial de perturbaciones [...] y es la manifestación aguda, más dolorosa, de una enfermedad crónica del pueblo español”. Para justificar esta conclusión, Azaña denuncia dos hechos. En primer lugar, que, “producido el alzamiento de julio del 36, nacionalismo y sindicalismo, en una acción muy confusa, pero convergen- te, usurparon todas las funciones del Estado en Cataluña. No sería justo decir que secundaban un movimiento general. Pusieron en ejecución una iniciativa propia”. Y, en segundo término, pondera negativamente “lo mu- chas y muy enormes y escandalosas que [han] sido las pruebas de insolida- ridad y despego, de hostilidad y de chantajismo que la política catalana de estos meses ha dado frente en el Gobierno de la República”.
Ante estas palabras tan duras, parece que quien hable sea otra persona, no el mismo Azaña que patrocinó el Estatuto. Pero sí, es él, el mismo que después denunciaría el “eje Barcelona-Bilbao” como el obstáculo funda- mental para ganar la guerra. ¿Qué le había pasado al que fuera el gran protagonista, casi la encarnación, de la República? Sencillamente, que con la guerra se le fue de las manos la República y, con ella, el Estatuto como
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