Page 150 - Eduardo Mendoza y la ciudad de los prodigios
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Lanzó un aullido de perro satisfecho y se dirigió a la taberna próxima, que tenía ventana a la calle. El aire caldeado por una salamandra se condensaba en los vidrios, ya de por sí muy sucios, formando un velo que dificultaba la visión del interior, pero que permitía espiar sin ser visto; eso hizo Onofre Bouvila: los parroquianos eran de la catadura más truculenta. unos jugaban a las cartas con las mangas repletas de naipes y los cuchillos prestos a hundirse en la garganta de un fullero; otros bailaban con hetairas escuálidas, de ojos vidriosos, a los compases de una concertina tocada por un ciego. A los pies del ciego había un perro que fingía dormir, pero que de improviso lanzaba dentelladas a las pantorrillas de los danzantes. En un rincón la mujer a la que había seguido discutía con un guapo de pelo ensortijado y tez cobriza. Ella hacía aspavientos y él iba frunciendo el entrecejo.
La ciudad de los prodigios
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