Page 128 - Eduardo Mendoza y la ciudad de los prodigios
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Acuérdate de Napoleón –el marqués hubo de reírse a su pesar y él se retiró de la ventana por prudencia: había visto pasar a la carrera una compañía de soldados con los mos- quetones en bandolera; unos llevaban una pala en la mano, otros, un pico: eran del cuerpo de zapadores. Se preguntó a dónde irían así: eran los obreros los que estaban levantando barricadas-. El tiempo todavía no ha llegado –agregó sentándose de nuevo en la butaca–. Pero un día llegará, Ambrosi, y no tan tarde que tú y yo no lo veamos. Ese día estallará la revolución universal y el actual orden de las cosas basado en la propiedad, la explotación, la dominación y el principio de autoridad burguesa y doctrinaria desapa- recerá: no quedará piedra sobre piedra, primero en Europa y luego en el resto del mundo. Al grito de «paz para los trabajadores, libertad para todos los oprimidos y muerte a los gobernantes, los explotadores y los capataces de todo tipo» destruirán todos los Estados y todas las Iglesias, junto con todas las instituciones y todas las leyes religiosas, jurídicas, financieras, policiales y universitarias, económicas y sociales para que todos estos millones de seres humanos que hoy viven amordazados, esclavizados, atormenta- dos y explotados se vean libres de sus guías y benefactores oficiales y oficiosos y puedan respirar al fin en plena libertad, como asociaciones y como individuos.
El marqués lo contemplaba con ojos desorbitados. ¿Qué estás diciendo?, preguntó. Onofre Bouvila se echó a reír.
—Nada –dijo–. Lo leí en un folleto que cayó en mis manos hace tiempo. Tengo una
memoria rara: recuerdo textualmente todo lo que leo.
La ciudad de los prodigios
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