Page 221 - 100 años en femenino
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 la Falange, repetían a todas horas empeñados en demostrar hasta qué punto la disciplina impuesta era de justicia y forma- ba parte de un cuerpo de normas y leyes que hacían del nuestro el mejor de los mundos o, mejor dicho, la mejor de las socieda- des. Una sociedad estructurada rígidamente donde Dios esta- ba en lo alto del vértice, debajo los líderes religiosos que solo a él debían dar cuentas, más abajo los hombres y finalmente, en la base de la pirámide, las mujeres. Para ocupar un lugar en esa base se nos educaba: no para ser pensadoras y autónomas, sino para ser buenas amas de casa, ahorradoras, trabajadoras, abnegadas, mujeres de voluntad contenida y sometida cuyo ideal en esta tierra lo constituía aquel texto de la Biblia que nos hablaba de la mujer fuerte cuyo valor no podrían jamás alcan- zar las más preciadas joyas. Pero no todo eran imposiciones en este sentido. Recuerdo que ese colegio donde viví hasta los diecisiete años estaba regentado por un sacerdote que entre toda la maraña de obediencias debidas que había que enseñar a las internas, las futuras mujeres de nuestra patria, colaba de vez en cuando una máxima que, vista ahora con los ojos de entonces, apenas era comprensible, y como si quisiera de todos modos inculcarnos una voluntad de autonomía que las normas vigentes estaban lejos de concedernos, nos repetía a menudo, viniera o no a cuento: «No hay libertad sin libertad económi- ca». No daba ninguna explicación, pero lo decía con tal con- vicción que acabamos preguntándonos qué era exactamente lo que nos quería decir. Claro que la pregunta nos la hicimos mucho después de haber salido del colegio, cuando, una vez en el hogar que habíamos fundado apenas un par de años des- pués de abandonarlo –¿había otro destino para una mujer que casarse y tener hijos?–, nos dábamos cuenta de que la sumisión del colegio no había desaparecido sino que solo había cambia- do: entonces estábamos sometidas al reglamento del internado y ahora lo estábamos al reglamento familiar que nos imponía una sociedad inamovible y segura de sí misma. Ya no depen- díamos del padre o del abuelo o del hermano, sino del marido.
En los años cincuenta y bien entrados los sesenta del siglo pasado, una mujer obedecía casi sin planteárselo unas reglas establecidas que dictaban desde la forma de vestir, sentar- se, ocupar el tiempo, hasta la de hablar y pensar. La mujer, como había dicho san Pablo, el más misógino de los líderes religiosos, «estará sometida en todo al marido» (Epístola a los Efesios, V-22), una ley vigente durante aquellos años de gobierno religioso sobre moral y buenas costumbres que ocupaban todo el espectro de la vida, en los que no había más
Credencial de Clara Campoamor
y Rodríguez
1931
Archivo del Congreso de los Diputados, Madrid
María Telo
Años cincuenta
Colección particular, Madrid
 222—Rosa Regàs Transformación de la sociedad

























































































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